Anécdota pascual

Hace años, cuando mis hijos eran pequeños, no había Semana Santa en que el responsable de la comu no me preguntase si por fin veía que había llegado el momento de llevar a los hijos a la vigilia pascual.

Nunca llegó ese momento, nunca lo vi. Así que, en contra de las directrices del respon, año tras año, mis hijos se acostaban como todas las noches y disfrutaban de la misa de Pascua por la mañana.

Mi argumento siempre era el mismo: Son pequeños y no están acostumbrados a trasnochar, les va a dar sueño, no van a prestar atención y son muchas horas para aguantar atornillados a una incómoda silla de metacrilato.

Las respuestas, con ligeras variantes, también tenían un surtido limitado: La perniciosa afectividad que no hacía ningún bien a los hijos, la idolatría que diosito tendría que curar reclamándome que sacrificase a mi Isaac, la obligación inexcusable de poner a diosito por encima de los hijos, la obediencia ciega a los kikotistas que habían mandado odiar al padre, a la madre, a los hijos y al repartidor de la bombona de gas, que me jugaba la vida eterna por no obedecer y tal y tal.

En suma mantras falaces ante los que yo me encogía de hombros y aseguraba que mi Dios no reclamaba sacrificios ni oblaciones y que no se complacía en machacar a unos niños.

Hubo un año en que, con intención de ayudarme, una hermana soltera pero con abundantes sobrinos me explicó de qué forma se apañaban su hermana y su cuñado con la tribu de niños (por entonces tenían cinco o seis, tan pequeños que cabían en un dedal). Sencillo, llevaban a la vigilia termos de leche con cacao, peluches y sacos de dormir y cuando los pobres críos empezaban a dar cabezadas sobre la silla o abandonaban su sitio para ir a buscarlos, los llevaban a la sacristía y los metían en los sacos de dormir, con un lingotazo de leche y un muñeco acompañante. Así una y otra vez, con cada uno de los cinco o seis. Y luego más paseos de los padres de un lado a otro para ver si estaban bien.

Es decir, para todos ellos, padres e hijos, esa noche era una noche de acampada estrafalaria, que arrancaba con una hoguera, seguía con muchas velitas en la oscuridad y se aderezaba con cantos y con muchos muchos paseos de un lado a otro entre vasos de leche -de café para los mayores- y degustación de caramelos. No era, en ningún caso, una noche de meditación y recogimiento, era un jolgorio mistikiko.

Además se daba la circunstancia de que no teníamos el jolgorio, digo, la vigilia, en la parroquia porque el párroco, con mucho sentido, dijo que en su parroquia la vigilia era una sola y que quien quisiera se podía unir a ella y quien no, que se fuese a donde viese conveniente. ¡Menudos son los kikos! Antes muertos que sin silla (de metacrilato).

Rechazaron sumarse a la vigilia parroquial porque no les dejaban convertirla en una kikada, acusaron al párroco de perseguidor y fueron a llorar al Centro Neocatecumenal, quien les encontró otro sitio.

Así que la vigilia pascual no tenía lugar ni en iglesia ni en capilla, sino en una edificación fría, fea y kikótica (ya sabéis, moqueta azul en el suelo, paredes rugosas, cuatro o cinco gradas, un gran ventanal en uno de los muros) fuera de Madrid. Hasta allí había que arrastrar a los niños vestidos de principitos y de princesitas para que luego se pasasen media noche tirados en el suelo dentro de un saco de dormir.

Me parecía entonces y me sigue pareciendo hoy un despropósito.

Y mi Dios sigue sin gustar de sacrificios y oblaciones a costa de otros.