Testimonio extraído del blog neocatecumenali. Es muy revelador porque el autor es hijo de kikotistas de una de las primeras comunidades kikotizadas en persona por el triunvirato original.
«Quiero dar mi testimonio personal acerca de la nocividad del Camino, expondré como las proposiciones heréticas de Kiko y Carmen causan graves heridas en el alma. Utilizo de forma intencionada el término "heridas" en lugar de "daño" porque hago referencia a algo más profundo que los daños materiales, puesto que las heridas son dolorosas, provocan sufrimiento y si no son curadas pueden infectarse y causar enfermedades, espirituales en el caso del CNC.
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Falsos profetas en el infierno |
Nací hijo de un matrimonio de kikotistas de la primera hornada. Mis padres se conocieron en 1971 dentro del CNC. Desde el principio y en las décadas siguientes, no hubo ocasión en que mis padres dejaran de proclamar que le debía mi existencia al Camino, no a Dios, al Camino.
Fui educado en la pesadísima “lógica kikiana”, muy pesada, que incluye ser dejado en casa una y otra vez para que los padres puedan dedicarse a las muchas actividades de la comunidad, que son prioritarias frente a la prole. Uno de los primeros recuerdos de mi vida es el de mi madre atando mis zapatos conmigo sentado sobre la mesa de comedor mientras ella me explicaba que “tenía que ir a la iglesia”; con 5 años ya participaba en el teatrillo de los Reyes Magos y recibía la kikotesis navideña ideada por Kiko (siendo Italia un país donde lo tradicional son los regalos navideños, los niños “que deben su vida al CNC” no reciben nada el 25 de diciembre, sino el 6 de enero) y en Nochebuena participaba en la procesión para llevar al Niño al Belén.
Salvo ocasiones esporádicas, no asistía a misa dominical en la parroquia, tampoco a los oficios de Semana Santa, ni a ninguna celebración religiosa de la diócesis. A todos los efectos, vivía al margen de la Iglesia Católica de mi ciudad. Mi vida estuvo marcada solo por el Camino, por las Laudes dominicales que comenzaban a las diez de la mañana y terminaban casi a la hora del almuerzo. Recuerdo a mi padre leyendo pasajes de la Escritura y “partiéndolos” para sus hijos, una escena que hoy me recuerda mucho a "El cuento de la criada".
Nuestros amigos eran única y exclusivamente "hermanos" de la comunidad de mis padres, mis padrinos de bautismo eran un matrimonio del Camino y mis catequistas de Primera Comunión también eran del Camino. No tuve contacto con miembros de ninguna otra realidad, salvo el período de preparación a la Confirmación que aún no estaba monopolizado por el CNC.
Al vivir para el Camino, al escuchar una y otra vez las kikotesis de Kiko y Carmen, al participar en una liturgikika deformada con el añadido de significados ocultistas, el alma se envenena progresivamente; y esto es especialmente cierto si se ha nacido en esa realidad.
Desde muy pequeños, los niños asisten y participan en ciertas “celebraciones”, absorben esa doctrina retorcida a través de sus padres, aprenden pautas de comportamiento, descubren la fe católica a través de las “lentes” del Camino y no escuchan otro lenguaje que ese. Dado que el Camino no es solo un grupo de estudio bíblico, sino una iglesia paralela con ritos privados y su propia enseñanza "catequética", a menudo sus integrantes lo consideran la verdadera Iglesia. Si esto ya es grave para un católico adulto, que queda apartado de la parroquia, absorbido por las actividades omnipresentes del Camino, mucho más grave es para una mente y un alma que, habiendo nacido en una familia neocatecumenal, nunca entra en contacto con la realidad católica verdadera, ni en su infancia, ni en la adolescencia, ni en la edad juvenil y formativa.
Siempre me vi obligado a ir a la comunidad. De niño, para complacer a mis padres, kikotistas pata negra, los hermanos de mi comunidad venían a buscarme a casa y me traían de regreso y así nunca faltaba a una reunión. Dondequiera que iba yo era "el hijo de...", y esto me ensoberbecía considerablemente. Mi lenguaje y mi visión del mundo estaban completamente condicionados por el Camino y, en consecuencia, también mi forma de relacionarme con los demás: por esto tuve pocas oportunidades de encajar en sociedad. De hecho, viví cómo viven los miembros de las sectas, fui criado en una mentalidad muy cerrada y he adquirido una notable incapacidad para relacionarme con “el mundo exterior”. Los “otros” eran del “mundo” y “debían ser reeducados” para ser aceptables.
Me volví particularmente arrogante, pues creía que por pertenecer al Camino tenía unos superiores discernimiento y conocimiento de la vida, pero lo único que hacía era repetir de forma maquinal conceptos que no entendía, incluso erróneos y con burdas aproximaciones doctrinales. Era muy ignorante acerca del Catolicismo.
En realidad, no tuve una verdadera educación católica. Nadie jamás, en muchos años cruciales de crecimiento, me enseñó el valor de la reconciliación, la conveniencia de confesar con frecuencia (era costumbre esperar a la "penitencial"), la absoluta necesidad de la confesión antes de la Comunión, la diferencia entre pecados mortales y veniales, la presencia real de Cristo incluso en las migas de pan, por poner algunos ejemplos. En esa época, fuese la que fuese mi situación moral, nunca rechacé la Comunión, porque en una asamblea neocatecumenal es imposible abstenerse de comulgar.
Y sin embargo estaba convencido de que la Palabra de Dios no tenía secretos para mí y podía explicársela a cualquiera e incluso interpretarle los acontecimientos de su vida, porque con solo once años, durante la célebre "acogida" en la comunidad, me habían hecho “monitar” una palabra, con gran orgullo de mis padres que me escucharon. Durante y después de la Confirmación participé en numerosas "scrutatio" kikianas de estilo protestante, donde me explicaba a mí mismo lo que yo consideraba que la Escritura quería decirme "sobre mi vida". No se trataba de ver a Dios en la escritura, sino de buscar razones para mi presente o mi futuro. Durante años y años orienté mis decisiones en base a versículos leídos al azar, convenciéndome de que ahí Dios me mostraba su voluntad para que yo la comprendiese.
Estaba convencido de ser un cristiano modélico, me afligía por los pecados de los demás, me sentía en gracia de Dios, no era consciente de que por dentro estaba lleno de "rapiña e intemperancia" (Mt 23,25). Nunca había oído hablar del "examen de conciencia", ni siquiera de contrición, de la que mi “catequista” de Primera Comunión se burló como un retazo medieval que debía olvidarse.
Nunca invocaba la intercesión de un santo, no conocía la vida de ninguno de ellos, ni jamás me han sido recomendados como ejemplo, salvo de manera fortuita, algunos Santos Padres de los primeros siglos. La misma idea de los santos me parecía cosa de viejas beatas de escapularios y medallas, una superstición del tiempo de nuestros abuelos, como las procesiones para pedir lluvia.
A mí me bastaba "superar los pasos" del Camino para sentirme cada vez más cristiano, creía avanzar hacia quién sabe dónde, pero en realidad cristalizaron en mí malos hábitos: en el Camino se enseña que por encima de todo es necesario un genérico "creer", "tener fe", para ser salvo de cualquier pecado, que "si tú quieres" Dios cancela sin ningún esfuerzo por tu parte. Nunca nadie me habló de virtudes, nadie me enseñó que para obtener ciertos “resultados”, se precisa compromiso y esfuerzo humano, es más, la misma palabra “esfuerzo” es ridiculizada en el CNC, sustituida por una "gracia" genérica que se da "gratuitamente". La idea de no volver a pecar está ausente en la prédica de Kiko, antes bien, se asume que no es posible abandonar los pecados, por lo que no merece la pena esforzarse en ello.
El condicionamiento recibido en el Camino, además de ser un obstáculo para mi crecimiento, también perjudicó gravemente mi vida posterior, me llevó a tomar decisiones equivocadas y, durante muchos años, la rebeldía contra las restricciones que sufría me empujó a pecar más en lugar de ayudarme a crecer en un camino de santidad. Por supuesto, se trata de elecciones personales, cuya responsabilidad no disminuye en modo alguno por la influencia del Camino, pero el CNC me privó, contrariamente a lo que siempre se asegura, de un verdadero camino de conversión y de santidad.
En cambio, lo que creció en mí durante muchísimos años fue la hipocresía, el predicar una cosa y hacer otra. La hipocresía es un rasgo distintivo del Camino y sus seguidores . Durante mucho tiempo, además, fui una persona exigente y autoritaria, la imagen del fariseo, que impone cargas insoportables a los demás y no está dispuesto a moverlas ni con un dedo.
La más perjudicada fue mi esposa. Aunque ella también creció en el Camino, siempre tuvo una actitud tibia y desconfiada hacia él. Nuestro matrimonio no fue bien visto por los líderes de la secta, que intentaron boicotearlo de muchas maneras sutiles y me infundieron dudas sobre mi vocación.
En el Camino se enseña que el cónyuge es el enemigo, sobre todo si es contrario al CNC. Durante nuestro noviazgo me volví intransigente respecto al Camino Neocatecumenal: ella continuó frecuentándolo solo a causa de mi chantaje emocional. A menudo, sus dudas fueron motivo de agrias discusiones, mientras los kikotistas y mis "hermanos" de comunidad me presionaban para que fuese aún más intransigente y radical.
Con frecuencia los "hermanos" fueron agresivos con ella, varias veces durante la ronda de experiencias yo fui acusado de ser débil, de no jugármela por Dios, y a ella se la recriminaba por no ser sumisa. Nos inculcaron amargura y reproches mutuos, una y otra vez sus intromisiones nos llevaron a plantearnos romper.
Dada la teología distorsionada sobre la apertura a la vida en el matrimonio, tuvimos cinco hijos en pocos años. Todos dones divinos, sin duda, pero hoy veo que, condicionado por el Camino, no ejercí una paternidad responsable, sino que seguí los dictados de los kikotistas para no sentirme culpable ante el CNC. No ante Dios, sino ante el sanedrín del CNC. Amo a mis hijos, pero soy consciente de que he estresado mucho a mi pareja, sometiéndola a una carga psicológica excesiva, lo que le ha causado mucho dolor, preocupaciones y problemas físicos.
Cuando entendí esto decidimos no tener más hijos hasta que estuvimos listos, y desde entonces han nacido dos más por elección. También estos dos últimos han supuesto una renuncia, sobre todo para ella. En ocasiones comenta con pesar que tener tantos la ha privado de oportunidades de crecimiento laboral y personal. Hoy sé que Dios premiará su abnegación y los numerosos actos de caridad dentro del matrimonio. En el Camino, sin embargo, nunca se subraya la importancia de salvaguardar a los hijos y al matrimonio, que son secundarios, e incluso idolátricos, ante las actividades neocatecumenales, que se equiparan con Dios.
Durante años, como todos los matrimonios, nuestro caminar implicó dejar a los hijos al cuidado de otros. Siendo yo salmisma principal y, durante un tiempo, catequista no podía faltar. A menudo la comunidad nos separaba como pareja, ya que mi esposa no quería participar. Recurrí a muchas formas de chantaje emocional para obtener lo que consideraba santo y bueno, es decir, su participación en el CNC. Las discusiones aumentaron, pero a pesar de todo ni los hermanos ni los kikotistas se mostraban satisfechos con los resultados y la atacaban y criticaban en cada ocasión, mostrando gran desprecio por sus dudas.
Como el Camino es absorbente e insaciable, a lo largo de los años fui descuidando a los amigos ajenos a las comunidades, hasta perderlos, pues banalizaba y despreciaba las relaciones con los de fuera. Considero muy grave esta pérdida porque me ha llevado a un cierto grado de aislamiento que repercute en la vida familiar. Progresivamente nos volvemos incapaces de hablar del verdadero Dios y de dar testimonio de fe con las obras, sustituidas por una jerga bíblica sin sustancia. La insistencia en hablar del Camino y tratar de hacer prosélitos me hizo semejante a un testigo de Jehová, y no ayudó en las relaciones sociales. Mi presunta superioridad moral, mis pretendidos discernimiento y mayor conocimiento me condujeron a caracterizarme por un cierto cinismo y falta de sensibilidad hacia los problemas de los demás. No era un rasgo solo mío, en la mayoría de los “hermanos” hay muy poca compasión verdadera, apenas una empatía superficial.
Estábamos con un pie fuera del Camino cuando una de nuestras hijas enfermó de cáncer. Nadie se acercó a ayudarnos, nadie vino a visitarnos, excepto los más fanáticos que intentaron convencernos de que Dios había querido esa enfermedad para nuestra conversión.
En el tiempo que pasé en el Camino desarrollé miedo a Dios y a sus posibles "intervenciones" en mi vida. Lejos del Santo Temor cristiano, la relación con Dios en el Camino está fuertemente influenciada por el judaísmo veterotestamentario: de la predicación de Kiko emerge un Dios inmisericorde, celoso y causante de males y aflicciones. La insistencia constante de preguntarnos "¿qué quiere Dios de vosotros con este hecho?" lleva a pensar que incluso los sufrimientos más terribles sean "queridos" por Dios en pro de una "conversión" fantasma. El miedo a Dios me llevó a cerrarme a Él y a su intervención verdaderamente misericordiosa en mi vida.
El miedo se extiende también a los kikotistas, laicos sin autoridad que se hacen pasar por la voz de Dios y gustan de ser venerados. En el Camino, la figura benévola y misericordiosa de Dios es sustituida por ellos, que reclaman el papel de "intermediarios de lo sagrado" e impiden al creyente conocer a Dios de forma autónoma, según sus propios tiempos y métodos. Por eso, cuando sales de la jaula del neocatecumenado, a menudo descubres que la fe que creías tener era de mentira y ni siquiera tienes la costumbre de asistir a la iglesia. Yo me encontré haciendo un esfuerzo enorme para cambiar mis hábitos y construir una vida cristiana y todavía hoy llevo esta herida con dolor.
Tras tantos años fuera del Camino, creo comprender por qué la Iglesia era tan severa con las herejías para defender la ortodoxia de la Doctrina y la Tradición: está en juego la salvación de las almas, que si son engañadas podrían perderse para la condenación eterna. No podemos quedarnos callados, porque el Camino desvía a las almas, las lleva por una senda tortuosa y tenbrosa, en lugar de conducirlas al redil del Señor, las conduce a la jaula construida por Kiko y su ego, al laberinto de sus neurosis y desórdenes mentales, de sus creencias erróneas sobre la vida, la sociedad, su visión del mundo y del hombre y su antropología distorsionada y enferma.
Estoy convencido de que Kiko y la fallecida Carmen eran dos fanáticos religiosos, llenos de sí mismos y que padecían diversos trastornos no diagnosticados que influyeron en la estructura y funcionamiento del Camino, los ritos, la "liturgia", la praxis e incluso el arte y la arquitectura. Esos garabatos fúnebres ante los cuales te llevan a orar, esos horribles cubos de mármol y cemento que llaman "catecumenium", esas habitaciones oscuras iluminadas con neón no son un instrumento de elevación, sino una escalera que conduce hacia abajo, hacia el infierno de alma de los dos falsos profetas».