Historias veraniegas del CNC

 

El verano es tiempo de desconexión total de la comunidad. 

El verano es época de excursiones

Para mí es así desde hace dos décadas, pero he observado que cada vez son más los que ven en el verano la ocasión propicia para desaparecer. De nada sirven las consabidas monsergas de los lorokistas acerca de que es importantísimo no bajar la guardia y no dejar de hacer el trípode para no ser engañados por el demonio, que no descansa ni se toma vacaciones.

En primer lugar, porque muchos ya han experimentado en sus carnes que el trípode, por más que algunos traten de venderlo como una receta mágica, no tiene el menor poder contra el maligno. En segundo lugar, porque los primeros que desaparecen a la carrera y no se les vuelve a ver el pelo hasta mediados de septiembre son precisamente los lorokistas. Ya se sabe que no tienen parangón en lo tocante a decir una cosa, hacer su contraria y pensar una tercera.

Esta semana dos personas distintas se me han acercado para contarme sus motivos para eludir la comunidad durante todo el verano.

La primera está casada y solo tiene una hija, porque resulta que hay matrimonios en el CNC que no tienen familia numerosa por motivos que solo a ellos incumbe. Esta mujer sabe disfrutar la temporada veraniega en familia. Su marido trabaja en la construcción, lo que significa que durante todo el verano tiene curro, es decir, no son de los que alquilan una casita a pie de playa o se organizan un viajecito a algún remoto lugar del mundo, sino que no se mueven de Madrid en verano, pero dedican las tardes a salir como familia, ellos dos y la hija que todavía es pequeña. El verano es suyo y lo emplean en edificarse y fortalecerse como familia y la comunidad y su “lo mismo de siempre una y otra vez” no les hace ninguna falta.

Llegará el otoño, y la hija tendrá deberes y tendrá que estudiar, y los días serán más cortos y el tiempo más frío, y entonces, cuando no apetezca pasear al aire libre, volverán a la comunidad encerrada en una sala de usos múltiples tras unas puertas cerradas, pero en verano se niegan a fingir que los hermanos de comunidad se quieren mucho. De hecho la queja de esta mujer es que nadie se acuerda de llamar a nadie porque a nadie le importa nadie, por más hermanísimos de comunidad que sean. Ella tiene claro que la verdadera razón de tanta arenga para intentar que la gente no se despiste en verano es que nunca hay nadie para preparar. Y ella, que sabe que en la comunidad no pinta nada porque ni tiene siete hijos ni un sueldazo ni ostenta ningún kikokargo, no está dispuesta a renunciar a sus paseos en familia por hacer preparaciones de palabras huecas ni de ukas que valen como 100.

Sucede también que la cuñada de esa mujer, hermana de su marido y catecúmena desde la juventud, está enganchada a las drogas. Empezó con porros allá cuando iba al instituto y ya no ha dejado de consumir hierbas, legales o no. Es decir, es uno de esos casos que según Kiko no existe en el Camino. Y no solo fue una joven drogata, ahora es una adulta drogata a la que la comunidad no ha salvado ni curado de nada. Antes al contrario, la comunidad pasa mucho y la esconde y es la familia la que se come todo el marrón. Así que no me extraña que necesiten desconectar de condescendencias y recetas que no sirven.

La otra persona que me habló de su pausa estival lo hace por falta de medios.

Es una persona jubilada cuya pensión no da para tirar cohetes a lo que se une que no tiene coche propio y que hace unos años se vio afectada por el traslado de su comunidad, que fue agraciada con la elección para kikotizar otra parroquia.

Por si alguien no lo sabe, las comunidades que ya han terminado el kamino que no lleva a ninguna parte pueden ser seleccionadas para llevar la kikotización a algún otro lado. Solo se necesita que el obispo lo consienta y que la comunidad acepte irse “en misión” a donde les digan.

De esta forma alguien que durante décadas tenía la comunidad a medio kilómetro de distancia -tampoco la tenía en su parroquia, pero podía ir a pie-, se encuentra de repente con que tiene que coger varios medios de transporte y salir con más de una hora de antelación para llegar al nuevo salón de usos múltiples concedido por el generoso obispo.

Si hubiese algo del amor y la unidad que tanto kakarea Kiko, quizá esta persona encontrase almas caritativas que pasasen a buscarla y la llevasen y trajesen. Pero Kikónides es Kikónides y nadie está por la labor de servir al otro, que es Cristo, sobre todo si el otro es una jubilada que no pinta nada en el CNC, por más que durante un porrón de años fuese ostiaria. Así que se encuentra con que o se deja la pensión en taxis o no va.

Obviamente la razón y el bolsillo le dicen que es preferible no ir.

Inocentemente, yo le pregunté que por qué no se cambia a otra parroquia kikotizada más próxima a la que pueda acudir dando un paseo. La respuesta de primero de kikotesis le salió sola: Es que lo importante es la comunidad. No puede cambiarse a otro sitio porque perdería a su comunidad. 

¡Cómo es posible que no vea que ya la ha perdido, que esa comunidad que idolatra le ha dado la espalda y no mueve un dedo por ella!

Y como esta persona son muchos de los que allí siguen atrapados. No van en busca de Dios, no van por escuchar a Dios ni por recibir alimento espiritual, están atados por simples lazos de amistad, pero una amistad tan débil, tan famélica, tan falsa, que saben que si dejan de caminar se rompería para siempre. Nadie volvería a acordarse de ellos.

Les falta apenas medio paso más para que vean que ya han sido olvidados y no se acuerdan de ellos más que cuando hay que pasar bolsa.