Juan tiene la sonrisa tatuada
en la cara y una vida que merece la pena ser contada. Le gustan los Beatles y
el mar, aunque durante mucho tiempo trabajó como conserje en un edificio del
barrio de Salamanca, una de las zonas más adineradas de Madrid. De camino al
trabajo −recuerda− se encontraba cada mañana con un mendigo que pedía dinero en
la esquina de Goya con Velázquez; nunca pensó que él acabaría ocupando su
lugar.
Cuando Juan se prepara para explicarle a su
interlocutor cómo acabó viviendo en la calle, arranca con un elocuente «Yo era
una persona normal». Pero varias operaciones de rodilla, un inesperado despido
y la crisis dieron con él y con su maleta en la estación de Atocha. «Pensé que
podría prejubilarme, pero cuando fui a arreglar los papeles me dijeron que
tenía una deuda con la Seguridad Social. En ese momento ya no tenía medios para
pagarla y me vi sin casa». La deuda por la que este hombre de buenas maneras y
gesto afable vagó cuatro años de acera en acera ascendía a «1.817 euros con 28
céntimos». La cifra la lleva grabada en la mente.
La primera noche como vagabundo, Juan la
rememora abrazado a su maleta. Con ella se fue a la estación de Atocha, hasta
que a la una de la madrugada cerraron las puertas. «Sentí miedo y verdadera
desesperación. Me tiré toda la noche dando vueltas con la maleta y al día
siguiente volví», cuenta. El debut de este toledano como sintecho fue
−si la crudeza puede cuantificarse− aún más brutal de lo esperado.
En dos días no comió nada, hasta que otro grupo
de personas sin hogar se acercaron a él. Llevaban días observándolo y le dieron
comida, agua y tabaco. También una guía para sobrevivir en la calle. Así fue
cómo Juan acabó ocupando el puesto del hombre con el que él se cruzaba cada
mañana. «Me dio mucha vergüenza coger un cartel y pedir limosna, pero no podía
hacer otra cosa». En los albergues de la capital la lista de espera puede
llegar a los tres meses, por lo que los cajeros o los soportales suelen ser el
único rincón al que muchos mendigos aspiran. A los cinco meses de recorrerse
las calles de la ciudad, el conserje cruzó la mirada con una vecina del
edificio en el que había trabajado durante años, que se plantó ante su letrero.
«No lo resistí, la vergüenza fue tal que gasté los 50 eurillos que había
ahorrado en irme de allí y así llegué a Galicia».
Con la mochila cargada de sabiduría, Juan habla
de la mendicidad sin paños calientes y valora lo bueno y lo malo que aprendió
en los cuatro años que fue vagabundo. O −como él resalta severo− «en los cuatro
años en los que me convertí en un cero a la izquierda». «Cuando vives en la
calle la gente no te mira, te vuelves invisible, nadie te escucha, la gente no quiere
ver y eso es lo más duro. También descubres que en los bancos de los parques
hay más compañerismo que en la sociedad. Si alguien tiene un bocadillo, ten por
seguro que te dará medio», afirma con la voz quebrada. Al volver atrás en el
tiempo y encarar lo que le tocó vivir, Juan reconoce que siempre tuvo a alguien
al lado que lo protegió. «Más de una vez pensé en emborracharme o en hacer
otras cosas, pero siempre me frenaba algo», deja en suspenso.
Coincidiendo con su llegada a Galicia, Juan
transitó por varias ciudades hasta que llegó a Ferrol. Allí descubrió el centro
de Cáritas y a Carmela, la persona que cambió el
rumbo de su vida. A ella le contó su situación y poco tiempo después consiguió
el dinero para pagar su deuda y arreglar su pensión. Mientras todo se
solucionaba, le dieron alojamiento en un piso compartido que abandonó nada más
cobrar el primer pago. «Alquilé una casiña, devolví el dinero que
me habían prestado y volví a ser persona», confiesa. Todo cambió −se conmueve−
el día que entré a comprar el pan a la panadería donde siempre me ponía a
pedir. El panadero se emocionó y yo también».
Aferrado a esta segunda oportunidad, el hombre
que perdió su identidad al convertirse en mendigo decidió que darle la vuelta a
la tortilla era un buen plan y se convirtió en voluntario de Cáritas.
Antes se empadronó en Ferrol, la ciudad en la que decididamente echará raíces.
Después, hizo un curso en la universidad, lo aprobó y entró a formar parte de
la plantilla de voluntarios. Desde entonces ha participado en congresos y en
charlas sobre cómo ayudar a las personas sin hogar. En su día a día acompaña a
quienes siguen atrapados en la mendicidad y les ayuda en gestiones tan comunes
como renovarse el DNI. «Quienes hemos estado en la calle sabemos que se pierde
mucho. Si acuden a nosotros vamos con ellos a la Policía y se lo pagamos»,
explica.
Tras una pausa, Juan reflexiona: «Es que para
saber lo que se pasa en la calle... hay que estar en ella». La máxima lo
legitima para empatizar y tender la mano a quienes mendigan en la ciudad en la
que ahora vive. Y la pregunta es casi obligada. «¿Cómo ayudar a quien está
pidiendo?» La respuesta, descoloca y rompe. «Míralos a los ojos. Antes de que
te den una limosna, es preferible que te den los buenos días». Juan se despide
de camino al puerto de Ferrol, desde donde cada día mira al mar.
Patricia Abet
Esta Navidad mi giovani prete (que me pastorea espiritualmente via Skype), me contó lo ocurrido la mañana de Navidad en su parroquia. Como párroco animó en la homilía a hacer notar a la familia húngara que llegó al pueblo desde Lampedusa hace un año, que era Navidad.
ResponderEliminarAcabada la Santa Misa del mediodía de Navidad, salió fuera, se sentó con su sotana junto a los niños y sus padres húngaros, y con esa sonrisa de oreja a oreja que le caracteriza le dijo al padre: "Quindi, hoy ha estado bien la mañana de Navidad (muchos euros y billetes de 5 en la caja de cartón).
Dezsö (el padre) le miró enfadado y triste al tiempo: "Ninguno nos ha deseado Feliz Navidad".
Emotivo. Si los kikozombies (y la mayoría de los jerarcas) vieran cuanto Jesucristo anda por las calles de todo el orbe se cagarían padentro viendo cuanto tiempo han desperdiciado en pendejadas.
ResponderEliminarSí Rodrigo muchos neocatecumenos podrian aprender de este maravilloso testimonio.
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