lunes, 6 de octubre de 2025

«Auméntanos la fe»

 


Voy a intentar transmitir parte de la homilía que recibí ayer.

La aplicación de hechos concretos que se dan en el CNC es de mi cosecha, pero el meollo de lo que sigue, lo interesante, no es mío, es doctrina y sabiduría de la Iglesia expuesta por un sacerdote en la primera misa del domingo 5 de octubre de 2005.

Se dice en el Evangelio que en aquel tiempo, que es como decir entonces, los discípulos pidieron a Jesús que les aumentase la fe (Lc 17,5). 

Lo que había sucedido justo antes para que entonces, en aquel instante, los discípulos sintiesen que su fe era insuficiente, fue que su maestro les dio la siguiente norma de conducta:

«Si tu hermano peca contra ti siete veces al día, y siete veces se vuelve a ti diciendo: "Me arrepiento", le perdonarás».

 El orden es claro. Primero hay un pecado contra el prójimo, un hecho concreto que daña al otro; a continuación aparece el arrepentimiento del causante del daño, y la respuesta a este arrepentimiento es el perdón por parte del perjudicado. Perdón sin condiciones. 

No es un perdón "ad experimentum", por  decirlo de algún modo, no está condicionado a que venda sus bienes, dé el diezmo sin sisar, no falte nunca a garantes ni a las convivencias, o cosa parecida. Tampoco se trata de dar barra libre para que el malvado continúe en su pecado. Se le reprende (Lc 17,3), no es el dañado quien pide perdón, al contrario, reprende al que le ha hecho mal, pero si éste se arrepiente, le perdona. 

Es decir, Jesús no reclama a nadie que se someta al malvado, que se quede en una posición en la que el daño se puede multiplicar y repetir indefinidamente. Hay una reprensión, hay consecuencias al daño recibido, pero si el malvado se arrepiente, se terminaron las cautelas. Se le perdona tantas veces como se arrepienta, sin límite. 

Los discípulos se dan cuenta de que el asunto es muy serio.  ¿Quién será capaz de actuar así, de disculpar la flaqueza ajena una y otra vez, de dar mucho más valor al arrepentimiento del otro que al daño recibido? 

Entienden que no es una cuestión de esfuerzo personal, sino de Gracia. Quizá a alguno de ellos le viniese a la mente la profecía de Habacuc contra los opresores y los violentos (Hb 2,4): «El malvado sucumbirá sin remedio; el justo, en cambio, vivirá por su fe».

Su respuesta es pedir a Jesús que les aumente la fe. 

 La reacción del Maestro, después de estimar el tamaño de la fe de sus amigos, es un alegato para que ninguno de ellos tenga la tentación de creerse mejor que nadie.

¿Piensas que eres mejor que otros porque tienes una comunidad? ¿Porque preparas y tripodeas y das el diezmo y trasnochas mucho por las cosas de la comunidad? ¿Piensas que vales más que otros porque calientas una silla de metacrilato en largas sesiones? ¿Piensas que es un logro someterte y obedecer a unos kikotistas en lugar de servir a Dios? ¿Piensas que abandonar a los hijos o a los padres ancianos para dedicarte a las cosas del CNC es meritorio?

Entiende esto: la fe es relación personal con Dios. 

 La fe no es aprenderse cantos ni mamotretos de memoria; la fe no llevar muchos años en una comunidad en la que se murmura del otro a sus espaldas y se chismorrea de ausentes y presentes; la fe no es considerar la asamblea tanto o más importante que los Sacramentos; la fe no es descuidar las obligaciones familiares en nombre de una presunta vocación superior.

La fe viva, la que produce obras, es la que nace de la relación personal con Dios.

Y se reconoce en el hecho concretísimo de que quien la tiene no necesita el andamio de la comunidad ni de los ecos de nadie, ni de largas preparaciones, ni de soporíferas arengas porque lo que le alimenta es la Palabra y el Sacramento, la presencia de Dios, que está en las misas de 12 y de cualquier hora, por más humildes y carentes de cantos que sean.

¿Se me entiende bien?

Tengo la impresión de que nunca consigo transmitir bien esto, que es fundamental.

Quien busca a Dios ha de buscarlo y encontrarlo en los Sacramentos y en la Palabra, no en los ecos, no en el jolgorio, no en el grupo social, que son distracciones. Quien ama a Dios busca el silencio y la soledad para estar con Él en una relación personal en la que nada más cuenta.

Por eso es un error inmenso, además de una mentira, la tontería de que faltar a la comunidad es pecado grave. 

 

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