"El señor te quiere aquí"

 

Voy a contar otro hecho concreto que muestra hasta qué extremos son capaces de llegar algunos en su afán por guiar a otros y que no se desvíen del camino de categoría superior marcado por uno que firma lo que no pinta.

Lo que sigue sucedió en mi comunidad. En concreto, le sucedió a una hermana, amiga personal del matrimonio responsable de la comunidad, cuando preparaba su boda.

Para entonces esta mujer ya tenía más de treinta años, no era una niñita, y el novio tenía cinco o seis más. Él era amigo del cuñado de ella, que fue quien los presentó un par de años antes. Ambos tenían trabajo estable y él disponía de casa propia, no había motivos para alargar el noviazgo una vez que él aceptó entrar en el CNC.

Hay que reconocer que ella lo hizo muy bien. Durante el año de noviazgo lo llevó a las ukas esas que valen cien -en contraste con las misas que solo valen como veinte- y a la salida procuraba que acabaran tomando algo con algunos de los matrimonios de la comunidad. Así él adquirió la idea de la el Camino era una especie de devoción moderna: primero se cumplía con el precepto dominical, aunque con mucha parafernalia, mucho canto y bailoteo, y después se iban de copas, lo normal.

El novio era persona sociable, agradable y que no se metía en líos. Jamás se le escuchó en los ecos, pero tampoco manifestaba escandalizarse por lo que oía.

Así que decidieron casarse y, cumpliendo con el precepto neocatecumenal que establece que los catecúmenos son críos chicos necesitados de la guía de los loros adultos, ella fue a decírselo a los kikotistas. Ya he mencionado que ella lo hizo muy bien: el novio no había hecho las kikotesis ni tenía ganas de hacerlas, pero ella obvió ese punto y se centró en lo bien que se había integrado en la comunidad.

Los kikotistas lo consultaron con el matrimonio responsable, amigos de la novia, y acordaron que tras la boda, en lugar de hacerla descender a ella hasta la última comunidad -que era un desastre de niñatos “hijosde”-, donde ambos se hubiesen sentido desplazados porque no había matrimonios ni gente de su edad, él se quedaría en la comunidad de ella. Si bien les avisarían cuando hubiese pasos para que él los fuese haciendo todos hasta ponerse a la misma altura de kikotización que ella.

Ni que decir tiene que a los afectados les pareció una solución estupenda. Pero hubo algunas condiciones.

Y es que al interesarse por los detalles de la boda: cuándo iba a ser, dónde lo iba a celebrar, quiénes eran los padrinos y tal, se enteraron de que pretendían casarse en la iglesia que correspondía a la novia por su domicilio, que no era la parroquia donde caminaba. Y a eso le pusieron el veto.

Le dijeron que un matrimonio era algo muy serio -¿qué habían hecho los novios para que estos lumbreras sospechasen lo contrario?-, que no se trataba de elegir el templo donde celebrar el enlace en función de su estética, pensando en si las fotos y el vídeo quedarían mejor o peor, que el señor -a saber a quién se referían- les había llevado hasta una parroquia concreta para que allí vivieran su fe y que era allí, en esa parroquia donde vivían su fe, donde el señor quería que tuviese lugar su enlace matrimonial.

Por supuesto, se hizo según decretaron los lorokistas. La comodidad de la novia es lo de menos cuando se trata de mostrar a las respectivas familias de los contrayentes que lo que importa es el sometimiento a la ley de los loros.

Años más tarde, el primogénito de uno de los matrimonios del equipo de lorokistas fue ordenado sacer… presbi, fue ordenado presbikiko. Es tradición en estos casos que a la primera misa acudan todas las comunidades de la parroquia además de los parientes del neopresbi. La sorpresa fue que este hombre, hijo del camino y de loros, se pasó por el arco del triunfo eso de que el señor había dispuesto que viviese su fe en una parroquia concreta y que era en ella donde debía celebrar lo que tuviese que celebrar.

Le dio la gana que su primera misa fuese en Santa Catalina Labouré -al otro extremo de Madrid- porque iba a contratar fotógrafos para inmortalizar el evento y quería que las fotos y el vídeo registrasen la neotétrica estetikika de Santa Catalina Labouré. Fue la primera -y la última- vez que yo pisé ese lugar.

Un antojo del nene, que daba tanta importancia al decorado como a lo que se celebraba. Y ningún loro le chistó y le recordó dónde le había llevado el señor a vivir su fe y que más importante que la estetikika era estar donde el señor le quería, pues para eso era el hijo de uno de ellos.

Ya se sabe que ellos cargan sobre los hombros de los demás fardos que no están dispuestos a llevar ni con un dedo.