«Se había detenido al llegar al basurero de la ciudad.
No fue premeditado, o al menos no fue consciente, pero cuando se cansó de andar se dio cuenta de que estaba cerca de los fuegos siempre encendidos del valle de Hinnom, el vertedero de basuras de Jerusalén.
«Estoy en la Gehena de fuego. Es apropiado», se dijo. Así que allí dejó pasar las horas, mientras lloraba y se odiaba a sí mismo, pese a que a veces los vientos cambiantes le traían el desagradable olor putrefacto de la basura en descomposición. Pero no podía quedarse inmóvil para siempre.
Como para darle la razón, un largo gruñido brotó de su estómago. Se lo masajeó mientras se levantaba. Miró al suelo. Un rato antes había habido un temblor de tierra y había escuchado gritos y carreras. Aunque pudiera parecer extraño, no se asustó del temblor. Estaba acostumbrado a la inestabilidad de la barca, y además su mundo había saltado por los aires; encontró casi natural que la tierra compartiera su zozobra y su desesperación. Pero el suelo volvía a estar tan firme como siempre.
Miró entonces al cielo, cubierto de nubes oscuras. Eso no era normal. Un impenetrable manto de nubes que ocultaba el sol y oscurecía la tierra, pero que no descargaba agua. Era extraño, pero no se iba a quejar; si hubiese llovido, se habría empapado.
Tenía que encontrar a los demás. Echó a andar hacia las murallas, de vuelta a la ciudad.
Jerusalén era un hervidero de rumores. Había mucha gente en las calles, el temblor de tierra había provocado algunos derrumbes y había gente retirando escombros, pero la mayoría se limitaba a mirar y cuchichear en corrillos. Escuchó decir que los Sumos Sacerdotes habían condenado a Yeshúa. «Tal y como él dijo que sucedería», pensó. Oyó que lo condujeron ante el gobernador romano para que este procediera con la sentencia. Oyó que Poncio Pilato quiso indultarlo, y por un instante su corazón saltó esperanzado, pero entonces le contaron que los Sumos Sacerdotes dieron la directiva de que era preferible que el indultado fuera Bar’Abbá, un sedicioso. Decían que el epicentro del terremoto había estado en el templo, que las nubes tenebrosas se formaban justo encima de este y se extendían en un patrón helicoidal hasta abarcar toda la ciudad, que el velo del templo se había rasgado y que los sacerdotes iban de un lado para otro transmitiendo mensajes contradictorios sobre su significado, aunque muchos expresaban que solo podía significar que Dios había cancelado su Alianza.
Nada de todo eso importó a Simón cuando se enteró, por fin, de que Yeshúa llevaba horas crucificado en el monte Gólgota.
«Tengo que ir allí», se dijo decidido. «Tengo que estar con él».
Se perdió. Siempre había sido un desastre para orientarse y las calles retorcidas de Jerusalén no ayudaban nada. Por más que andaba no llegaba al otro extremo de la ciudad ni encontraba la muralla y tenía la impresión de no hacer más que dar vueltas. Pero no se detuvo, era terco como una mula, así que apretó los dientes y aceleró cuesta arriba, siempre cuesta arriba.
Al doblar una esquina casi arrolló a un tullido.
–Discúlpame –acertó a musitar casi sin aliento.
Sin dedicarle una segunda mirada, se dispuso a continuar la marcha, pero el hombre se plantó delante y levantó una jarrilla desportillada que llevaba en la mano.
–Echa un trago. Se ve que lo necesitas.
Entonces se fijó en él. Iba sucio, olía mal y no le hubiera sorprendido ver saltar pulgas de su ropa o de su pelo enmarañado, pero tenía tanta sed que aceptó la jarrilla. No quedaba mucho vino y estaba agriado, pero refrescó su boca.
Devolvió la jarra con una mueca debido a la acidez que le picaba la lengua.
–Muy malo, lo sé. Lo siento. No conseguí que me fiasen nada mejor que este vino picado –dijo el tullido. Apenas apoyaba el pie izquierdo, que tenía hinchado y amoratado. Llevaba suelta la correa de la sandalia debido a la hinchazón
–¿Se va por aquí al monte Gólgota?
–¿Eres tú Simón de Tiberíades, llamado Kefás?
Los dos había hablado a la vez y los dos se quedaron un instante en silencio, observándose. Simón con sorpresa y el otro con expresión anhelante.
–¿Me conoces? –preguntó Simón.
–El muchacho, Yohannan, me dijo que te buscase. Tal vez lo hizo para librarse de mí, de mi olor, pero dijo que tú eras ahora el jefe y que tú debías decidir sobre mí. No me he presentado… –El hombre hizo una torpe reverencia que a Simón se le antojó totalmente fuera de lugar–. Mi nombre es Yeshúa. Se me conoce como… Yeshúa Bar’Abbá –dijo. Y algo parecido al miedo asomó a sus ojos al pronunciar su nombre.
–Ah. –Reconoció el nombre, lo había escuchado en los corrillos de curiosos.
–Él ha muerto por mí –musitó Bar’Abbá. Había anhelo y también desconsuelo en su expresión.
Simón se estremeció.
–¿Es que ya ha muerto?
Una crucifixión era una tortura horrible y prolongada, los hombres más fuertes podían aguantar incluso más de un día antes de morir. No deseaba una agonía larga a Yeshúa, pero esperaba llegar a su lado antes de… «No le he pedido perdón». Echó a andar a toda prisa. El tullido lo siguió como pudo.
–Murió hace una hora o así. Justo antes del terremoto y de esta nube oscura que nos cubre. Yo… estaba allí. El centurión le clavó la lanza para asegurarse de que estuviera bien muerto –jadeó Bar’abbá a su espalda–. Espera. Por aquí se llega antes.
Se dejó guiar. Por algún motivo no receló de aquel tipo, de Bar’Abbá, que lo condujo mientras le contaba con expresión avergonzada lo que había pasado en el pretorio y como, atrapado por una mirada que lo había traspasado, se había sumado a los curiosos que acompañaron a los condenados hasta el Gólgota. Contó que allí encontró a Yohannan, a Myriam y a algunas otras mujeres, que escuchó como un tal Yosef acordaba con Yohannan acudir a Pilato para que le autorizara a bajar y enterrar el cuerpo, y que entonces se acercó y ofreció su ayuda.
Simón miró a Bar’Abbá de arriba abajo. Incómodo, el hombre se estiró la túnica, como si de esa forma pudiera trocar su apariencia de facineroso en apuros por otra de persona honrada y de fiar.
–Yohannan me rechazó. No se lo reprocho, yo hubiera hecho lo mismo en su lugar, pero Myriam habló en mi favor. Ella… me escuchó y…, en lugar de odiarme… –La mano de Bar’Abbá se extendió hacia el brazo de Simón, aunque en el último instante se detuvo sin atreverse a tocarlo. Sus ojos expresaron la súplica que no pronunciaron sus labios–. Quiero ayudar… Quiero unirme a vosotros.
–¿Por qué?
–Por lo que vi en él, por lo que he visto en ella… No lo sé. No sé si me he vuelto loco. No lo entiendo, pero no puedo volver a ser el que fui.
«Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará».
Las palabras resonaron en la mente de Simón. Nunca las había entendido. Él era hombre de acción, no un estudioso ni alguien con facilidad de palabra, podía ser autoritario, pero no parecía la mejor elección para dirigir con prudencia y sabiduría una organización. «Él lo sabía, él supo todo el tiempo que lo traicionaría, y aun así me eligió y me destacó ante los demás. Yo soy la piedra, él es el arquitecto».
Se dio cuenta de que había cambiado el tiempo verbal a presente. «Él dijo que todo esto tenía que suceder. Profetizó su muerte. Y me dio una misión».
Miró al cielo. La capa de nubes tormentosas se aclaraba poco a poco. A su lado, Bar’Abbá aguardaba expectante. «¡Menuda pareja hacemos! El cobarde y el sedicioso. Eliges ayudantes muy raros, Rabí».
Le puso una manaza sobre el hombro.
–Vamos, hermano, guíame a ver si llegamos a tiempo para ayudar a enterrarlo».
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