Un precioso cuento navideño encontrado en internet.
El suave sonido del arrullo de Miriam atraía la mirada de Yosef una y otra vez. No podía dejar de mirar hacia ella, hacia ellos, hacia los dos, pero aunque sus ojos se desviasen, sus manos continuaron con la labor que tenía que hacer.
Con un par de ramas que había juntado acabó de barrer las cagarrutas de cabra y los insectos muertos del suelo, alimentó el fuego de la hoguera, juntó a un lado toda la paja que pudo y dispuso encima el maltrecho manto que usaba a modo de silla sobre el pollino que los había llevado hasta aquel refugio de pastores.
El lugar era una cueva natural poco profunda y con una gran boca cerrada en parte por un murete de ladrillos cocidos que la defendía del viento. A un lado del acceso, una zona hundida, ennegrecida y rodeada de piedras marcaba dónde se prendía la hoguera; al otro lado un buey viejo los contemplaba con poco interés, pero no había puesto ningún impedimento a compartir su espacio con ellos y con el pollino de Yosef.
Tampoco se había alarmado ni preocupado al ver a Yosef ir de un lado a otro, ni al escucharlo mascullar entre dientes. Nervioso como estaba no había dejado de removerse ni de estorbar mientras Miriam paría. Había traído agua y ramas secas, había encendido un fuego, había calentado agua en un viejo perol, había deshecho el parco equipaje con que viajaban. Al rememorar las vueltas y paseos y la cantidad de cosas que había movido de un sitio a otro, tenía la impresión de haber hecho bastantes cosas, pero no le abandonaba la impresión de sentirse inútil y desbordado mientras Miriam se hacía cargo de todo.
Ella sola había parido. Claro, eso no podía hacerlo Yosef por ella, pero también había sido ella quien había recogido al niño, lo había lavado con el agua tibia preparada por él, le había cortado el cordón y lo había fajado antes de recostarlo contra su cuerpo, envuelto en su propio manto. Y después se había puesto a cantar suavecito, y el niño, que al principio hacía ruiditos de animalillo perdido y asustado, se había callado.
Corrió al lado de Miriam, recostada contra la roca en el extremo más oscuro del refugio.
Yosef la tomó en brazos con muchísimo cuidado y la trasladó al sitio que había adecentado junto a la hoguera, para que estuviese caliente, para que ambos estuviesen calientes. A continuación le echó por encima su propio manto, la envolvió bien y se quedó allí, a su lado, con la mirada atrapada entre los ojos y la sonrisa de ella y la cabecita morena de pelillo húmedo que asomaba entre los brazos de Miriam, sobre su pecho.
Ella ahuecó y apartó las sucesivas capas de ropa para mostrarle al niño dormido. Estaba desnudo salvo por la faja de lino puro que ceñía su cuerpo, con las piernitas y los bracitos encogidos, los ojillos cerrados y la boquita entreabierta. Yosef lo miró anonadado, y aunque varias veces abrió la boca para decir algo, la volvió a cerrar sin acertar a encontrar las palabras. Miriam volvió a tapar al crío y lo abrazó.
–¡¡Es un bebé!! –consiguió articular Yosef.
Miriam se rio. Tenía que estar muy cansada, pero se veía feliz, sus ojos chispeaban y su dicha la hermoseaba como nunca.
–¡Claro que es un bebé! –Y un momento después, por si él no se había fijado, añadió–: Es un niño.
Yosef tragó saliva y trató de decir algo que, para variar, no lo dejara como un idiota. Dudaba de su capacidad para conseguirlo.
–Pero no refulge, no brilla, no tiene enormes alas blancas en la espalda. Es… normal.
Miriam se puso seria.
–Es enteramente humano, como tú y como yo. –Acarició el moflete gordezuelo del bebé con un dedo y añadió en voz más baja–: Es nuestro hijo.
Sus palabras, en especial las últimas, atravesaron a Yosef y lo cambiaron. No era la primera vez que le sucedía. Él se chocaba con un muro de apariencia infranqueable que ella deshacía con su voz, porque cuando ella lo decía todo sonaba razonable.
Por supuesto que era normal, porque así es como tenía que ser su hijo.
Guiado por la nueva seguridad que había anidado dentro de él, Yosef apoyó su manaza sobre la cabecita del niño.
–Yeshúa bar Yosef –pronunció alto y claro–. Nuestro hijo. –Se sintió el padre más dichoso de la tierra, se sintió bendecido por Dios en su familia–. Se parece a ti –dijo con una gran sonrisa.
–¿De verdad? –preguntó Miriam, que elevó un poco al niño para contemplar su carita.
–Sí. Esas cejas son iguales a las tuyas y la forma de la cabeza, también, pero cuando sea mayor tendrá una buena barba y todos dirán que se parece a mí –bromeó.
–Espero que sí. Tiene un padre muy guapo.
Eso hizo que Yosef la mirase alelado durante unos instantes. Solo hacía unos meses que estaban casados, pero ya no podía concebir la vida sin esa mujer a su lado.
–Estuve a punto de repudiarte, ¿sabes? –Nunca habían hablado de aquello, del día que él descubrió que ella estaba preñada, pero ahora sintió que debía sincerarse para que Miriam supiese que su compromiso era firme y de por vida–. Lo tenía ya decidido cuando apareció un ser de luz y… él me habló, me lo explicó…, pero cuanto mejor entendía yo mi papel de esposo y padre protector más argumentos en contra esgrimía. –Buscó los ojos de Miriam y los encontró fijos en él. Escuchaba atenta, sin interrumpir ni intervenir, comprendía lo importante que esta confesión era para él y respetaba su ritmo y sus vacilaciones–. Hasta que me di cuenta de que era una petición.
»Delante de mí había un ser majestuoso, vestido como ningún emperador podría hacerlo, rodeado de luz. No se mostró altanero. Su actitud era amistosa y fue muy paciente conmigo, respondió a todas mis quejas, y te aseguro que me quejé y protesté porque pensé que estaba todo decidido y, si de todos modos se iba a hacer la voluntad de Él, quería dejar constancia de mi oposición…
»Y entonces me di cuenta de que me lo estaba pidiendo. Entiéndeme, no había nada servil en la actitud del enviado de Él, pero supe que era una petición y que podía negarme y Él respetaría mi decisión.
Miriam extendió una mano para acariciar la suya. Una manita blanca, suave y blanda posada sobre una manaza oscura, encallecida y velluda. Sin una palabra, ella entrelazó sus deditos con los de él, gruesos y bastos en comparación.
»También a ti te lo pidió –concluyó Yosef. No fue una pregunta, sino una deducción–. Pudiste negarte, pero aceptaste esto.
Con la mano libre -no tenía ninguna prisa por soltar la mano de su esposa- hizo un gesto que los abarcaba a ellos, al lugar donde estaban y, casi, al mundo entero.
–Gabriel, el enviado, me dijo que a través de este bebé tan normal y que se parece a mí, yo sería madre de todos los pueblos –dijo, tan segura como si lo que estaban viviendo tuviese sentido lógico.
–¿Nunca dudas, Miriam? ¿No te da miedo saber que tienes poder para estropear los planes de Él?
–Me da confianza.
–¿Confianza dices?
–Sí, porque es una prueba de Su amor. Si Él no nos amase, no respetaría nuestra libertad de decidir, incluso si lo que elegimos es lo peor para nosotros. Pero como nos ama, nos guía, sin obligarnos, pero nos muestra el buen camino. Por eso me fie y por eso someto mi criterio al Suyo.
Yosef meditó en silencio durante un momento, luego fijó sus ojos en el niño dormido. Volvió a acariciar su cabecita y una arruga de preocupación atravesó su frente.
–¿Y Yeshúa, Miriam? ¿También Yeshúa será libre para mandarlo todo a paseo?
–Sin duda –afirmó con contundencia. Sus manos seguían entrelazadas, y ella apretó con algo más de fuerza la de él–. El libre albedrío es indisoluble de la naturaleza humana, y Yeshúa es enteramente hombre, por eso nuestra misión es enseñarle, para que ame al Todopoderoso y le obedezca en todo.
–Nuestra misión –repitió Yosef. La duda había desaparecido de su expresión para dar paso a la convicción–. ¡Menos mal que Él nos guía! Tenemos la misión más hermosa y de mayor responsabilidad de toda la humanidad.
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