«"Respondió: "Jacob". Solo después de esta confesión el personaje puede intervenir para cambiarle el nombre otorgándole el regalo de un nombre nuevo, una nueva identidad: "¡No te llamarás ya Jacob sino Israel, porque has luchado con Dios y con los hombres y has vencido!". Tras la lucha Jacob es un hombre nuevo, no ya el hombre doble y simulador que pone la zancadilla a su hermano, sino Israel, el que ha sido fuerte con Dios y con los hombres y ha vencido.
Entonces, después de su atrevimiento inútil de preguntarle el nombre a Dios, es bendecido por Él. Y finalmente, a plena luz del sol, alcanza el pleno discernimiento acerca de la identidad de su agresor: "Llamó a aquel lugar Penuel Porque dijo he visto a Dios cara a cara y tengo la vida salva".
Son estas las concisas y sobrias articulaciones del texto que permanece oscuro y de difícil interpretación; tan fascinante por su carga mística como tremendo en significados enigmáticos que se esconden en él. Si, en efecto, el agresor, como parece más plausible, fue Dios, ¿en qué sentido lo fue? y ¿por qué? ¿Por qué el Señor ataca Jacob?
Un midrash busca resolver la dificultad casando una explicación no demasiado lógica siendo la más verdadera: el Señor quería manifestar a Jacob la fuerza de la que era capaz. En efecto, si estaba en condiciones de vencer Dios, cuántas menos razones tenía para temer por su vida en el choque con su hermano, que era solo un hombre. En realidad la cosa es bastante más alta ¡E! combate con Dios fue muy real! y muy distinto a un mero ejercicio de fuerza para probar los músculos de Jacob.
EL SIGNIFICADO DE LA LUCHA. Aquella noche de lucha, Jacob aprendió cómo ir al encuentro de su hermano, porque osó desafiar a Dios contra sí mismo. Nadie antes que él había combatido contra su propio yo y contra Dios tan obstinadamente como para obtener el cambio de su propia identidad, la transfiguración de su propio ser.
Aquella noche comprendió que sus pecados eran sus enemigos más verdaderos a combatir y, contra más golpes daba y recibía, más agarrado al adversario se mantenía, más percibía la presencia divina en ese combate en que Dios se le revelaba como el Salvador, que lo golpeaba para perdonarlo. La lucha es seria peligrosa porque el enemigo lo es. Tenemos un enemigo invisible, acurrucado como una fiera a la puerta de nuestro corazón (Gn 4,7); mucho más engañoso al escondernos su existencia; estamos siempre inclinados justificarnos y encontrar mil racionalizaciones a nuestro obrar a pesar de que somos pecadores. La grandeza de Jacob ha sido el haberse atrevido afrontar al enemigo hasta desalojarlo de lo íntimo de la propia conciencia, mirándolo a la cara en su crudeza, sin temer las consecuencias dolorosas que esto comporta. Después, en efecto, no sería ya lo mismo; quedaría señalado para siempre en el cuerpo y en el alma, se tendría que presentar los hombres siempre cojeando.
Ha vencido contra sí mismo cuando ha llegado a confesar la verdad de su ser pecador sin quedar ya atemorizado. Ha comprendido que ese agresor era Dios que, mientras le golpeaba, le revelaba la verdad dolorosa de su ser, embrollón y suplantador, y lo golpeaba en la pierna (la confesión del pecado es siempre dolorosa, deja señales en el cuerpo), le daba la identidad nueva de "Israel"'. Así podía continuar caminando al encuentro con su hermano con su destino, claudicando, pero transfigurado.
Este es el cruce geográfico existencial de Jacob en el vado del Yabboc, antes de entrar a la tierra prometida. Ha luchado, solo, contra las tinieblas de su miedo para llegar a ver a Dios cara a cara. Se había atrevido hasta a preguntarle el nombre (v.30), cuando ya se sabe que le es imposible al hombre conocer el nombre del Inefable; pero los que se atreven preguntarle el nombre les muestra de alguna manera su rostro, a menudo en forma de una lucha, como a Moisés. A Jacob se le ha concedido la visión del Invisible, quien no se puede ver sin morir, como a Moisés y a aquellos pocos íntimos que han tenido la audacia de desafiarlo en el martirio de sí mismos, en una lucha-oración incesante, para recibir dé él el perdón al despuntar la aurora.
Jacob ha vencido. Y vio, aunque había visto el rostro de Dios; pero de ahora en adelante su vida no será ya como antes. Ver a Dios le ha costado caro. Está vivo y vencedor al precio de su derrota. Ha experimentado la victoria de su atrevimiento. El cuerpo a cuerpo de esa lucha le ha dejado en el cuerpo la señal de un sufrimiento que quedará para las generaciones siguientes como el memorial del precio que Jacob ha tenido que pagar por ver Dios y llegar ser el hombre nuevo, capaz de entrar finalmente a la tierra para encontrar el rostro de su hermano. La victoria de Jacob-Israel es un acontecimiento pascual, ante litteram. Florece verdaderamente en la señal de aquella derrota. Ahora, perdonado y cojeando, cojeando porque ha sido perdonado, sabrá acercarse su hermano para acoger su perdón.
Cuando en la noche de la muerte de su pecado despunta la aurora de la salvación y el rostro de Jacob se transfigura con la luz de Dios, puede finalmente levantar sus ojos y mirar a la cara a Esaú. La lucha cuerpo a cuerpo con Dios se ve como un acoplamiento de amor, en que se ha aprendido amar al hermano. Cuando no se tiene ya miedo de sí mismo, porque no se tiene ya miedo de Dios -el Otro por excelencia, que me ha revelado mi pecado y lo ha perdonado-, entonces no se tiene ya miedo del hermano. Y así Jacob se acerca Esaú, precede a los otros y se postra delante de él siete veces (Gn 33,3).
"Pero Esaú corrió a su encuentro, lo abrazó, se le echó al cuello, lo beso y lloró" (Gn 33,4). La tensión y la carga de contradicciones, que pesaban sobre la conciencia del patriarca, se deshacen ahora todas en este abrazo conmovido de los dos hermanos, antes enemigos, que llorando se ofrecen recíprocamente el perdón. Jacob se ha postrado delante de Esaú siete veces. Este gesto de postrarse con el rostro en tierra es generalmente un gesto de adoración y, como tal, estaría reservado Dios. Jacob lo amplifica hasta postrarse siete veces (el número que expresa la totalidad). Podría parecer una manifestación extrema de adulación y de pusilanimidad por su parte, mostrando todavía en él un miedo que lo empujaría a humillarse hasta el punto de perder su propia dignidad. No podemos postrarnos delante de un hombre como nos postramos delante de Dios, porque el hombre no es Dios. Quien idolatrase un hombre, o con vileza se arrodillase ante él, negaría Dios (cf. Dn 3, 12-18; 6, 11-17). Para nosotros, sin embargo, el sentido del gesto de Jacob aparece de otro modo: ahora ve realmente en su hermano el rostro de Dios.
"Si he hallado gracia a tus ojos, acepta mi regalo de mi mano, porque justamente por esto he venido ante tu rostro como se viene ante el rostro de Dios, y tú me has mostrado simpatía" (Gn 33,10). En Esaú se refleja el amor diferente con que Dios lo ama y, solo viéndolo y amándolo como Dios lo ve y lo ama, Jacob puede volver a encontrar el sentido de su propia identidad. No es, pues, desproporcionado el gesto de postrarse siete veces en tierra delante de mi hermano amado por el Señor: mientras lo amo efectivamente y lo acojo con inmensa gratitud él me revela el sentido más profundo de mi ser".
Recordemos la lectura completamente positiva que el libro de la Sabiduría (10,12) hace del caso de Jacob: "le concedió la victoria en una dura lucha para que aprendiese que la piedad es más poderosa que todo"».