sábado, 22 de febrero de 2025

Leer antes de entrar en el Camino (III)

 

 

En las convivencias regionales, la kikotesis comenzaba a última hora del día. En esas ocasiones podríamos habernos organizado mejor, para que los horarios nos ayudaran a comprender el mensaje que querían transmitirnos. En cambio, se hacía una gran cena y después... todos a la kikotesis. Algunos no podían mantenerse despiertos. En cuanto los kikotistas se daban cuenta, reprendían al durmiente diciéndole que tuviera cuidado, porque podía suceder que Dios pasara para él esa noche.

Durante los años que fuimos "neocatecúmenos" nos inhibimos en comportamientos que, para quien emprende un camino de fe, deberían ser normales:

Nada de arrodillarnos. Ni siquiera delante de Jesús sacramentado.

Nada de devociones privadas, ni escapulario, ni medallitas ni símbolos ajenos al kikismo.

Nada de ir a festividades religiosas populares.

Ojo con las citas de la Biblia, porque esto solo estaba permitido a los kikotistas.

Nada de hacer preguntas, porque las respuestas llegarían durante el camino emprendido (¡que dura más de veinte años!).

El hecho de no poder hacer preguntas, porque tarde o temprano recibiríamos la respuesta en alguna kikotesis, nos convenció de que el Camino era la respuesta a todo: por eso veíamos a los kikotistas y a quienes estaba cerca de la etapa de la “elección”, con extrema admiración y veneración.

No podíamos corregir a los hermanos, ni siquiera cuando había en ellos defectos graves, porque si un hermano cometía un error y se comportaba como un pecador, lo que teníamos que pensar era que nosotros éramos peores, más pecadores que él. No deberíamos actuar como fariseos "buscando la paja en el ojo del hermano, sin ver la viga en el nuestro". Incluso si el error del hermano era involuntario (tal vez por ser nuevo en el Camino), tampoco debíamos corregirle, sino poner en práctica la virtud de la paciencia.

Los únicos que tenía la misión y la autoridad para corregir eran los kikotistas. Ni el párroco ni nadie, solo los kikotistas y solo a la “luz” de su aprendizaje de los mamotretos.

La vida en la comunidad fue pacífica solo durante los primeros meses. Pasados éstos, comenzaron los roces: nos acusábamos unos a otros y discutíamos a menudo. Había una ocasión particular destinada a las "aclaraciones": después del almuerzo en cada convivencia mensual. Era el momento de preguntar a los hermanos el porqué de sus hechos concretos... y siempre discutíamos ásperamente. Al terminar la convivencia nos abrazábamos y besábamos en el nombre del Señor, pero regresábamos a casa nerviosísimos y agotados.

Según los kikotistas, tanta discusión era casi deseable. De hecho, nos decían que así afrontaríamos nuestra debilidad, y esto nos ayudaría a crecer espiritualmente. Nos pusieron como ejemplo las famosas "disputas" de Kiko y Carmen. Nadie podía corregir a los kikotistas ni opinar sobre los métodos empleados: ni siquiera los presbíteros. Un día, un sacerdote que presidía una convivencia regional en la 'Perla Jónica' se rebeló contra las palabras de los kikotistas. Lo expulsaron casi a la fuerza. Luego nos dijeron que no había pasado nada, pero llamaron urgentemente al padre P.P. quien en ese momento estaba ausente.

Durante los últimos meses de mi experiencia en el Camino, expresé mis dudas a un amigo que no era neocatecúmeno, sino un simple católico practicante. Me dijo que había leído testimonios similares al mío en un libro. Entonces le pedí el título y él me regaló un ejemplar. Al leer ese libro me di cuenta de que no estaba sola. Entendí que mis dudas eran las mismas, idénticas, a las de muchas otras personas. Comprendí que no estaba fuera de la Iglesia por dudar del Camino y esto me dio fuerzas para reflexionar seriamente sobre la posibilidad de abandonarlo.

A partir de esos días mi alma se desgarraría cada vez más: entendí que en catorce años había cometido graves errores y esto me dolía mucho. En la última convivencia en la que participé, durante la Penitencial, decidí confesar estas dudas que tenía. Le conté al presbítero mi tormento y le dije que mis dudas eran las mismas que las de decenas de otras personas. También le dije que sus testimonios estaban recogidos en un libro. Él respondió que debía permanecer en el Camino y, en tono resuelto, me ordenó quemar ese libro. En ese momento tuve la confirmación de que era un error gravísimo seguir siendo parte del neocatecumenado. La actitud de aquel presbítero me hizo comprender definitivamente, sin más dudas ni vacilaciones, que la verdad no estaba en el Camino y que podía abandonarlo sin escrúpulos.

Los kikotistas sostenían que quienes abandonaran el Camino se perderían: les iría mal, se divorciarían, destruirían su familia, contraerían adicciones pecaminosas y, en todo caso, se alejarían de Dios. Para sustentar esta tesis nos daban muchos ejemplos de gente que, habiendo abandonado el Camino, se había divorciado, se había “perdido” o había enfermado (como si fuera un castigo divino). ¡No se debe y no se puede abandonar el Camino! El que lo dejaba era visto por los hermanos como un pobrecillo sobre quien había prevalecido el mal o como un endemoniado. No me refiero solo a los que abandonaron completamente la Iglesia, sino también a los que permanecieron dentro. Precisamente estos eran vistos con mayor sospecha, tal vez por temor a que pudieran revelar las "intimidades" de la comunidad o los "secretos del Camino".

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