En numerosas ocasiones se comenta que en el Camino hay obsesión morbosa por la sexualidad y sus pecados. Yo opino que ese hecho está relacionado con la obsesión igualmente palpable por conseguir que los neocatecúmenos tengan cuantos más hijos mejor, pero para no dar escándalo quisieran -y no logran- que todos sean hijos legítimos.
Y sin embargo, a la misma vez, insisten en que el ser humano es incapaz de amar a otro, que es el enemigo, y no solo es incapaz de amar, también es incapaz de hacer el bien, de él solo sale el mal. En consecuencia, están persuadidos de que todos han de tener una historia truculenta en lo que a sus hábitos y relaciones sexuales se refiere.
El caso es que he encontrado un escrito del padre Escrivá (fundador del Opus Dei) que aclara por qué es importante la pureza para el cristiano, pero sobre todo, explica el daño que hace la soberbia. Hace mucho que sé que el CNC es malo, ahora además he comprendido que es culpa de la soberbia de Kiko que no llegue a ninguna parte.
Os dejo con el padre Escrivá:
«La pureza no es ni la única ni la principal virtud cristiana: es, sin embargo, indispensable para perseverar en el esfuerzo diario de nuestra santificación y, si no se guarda, no cabe la dedicación al apostolado. La pureza es consecuencia del amor con el que hemos entregado al Señor el alma y el cuerpo, las potencias y los sentidos. No es negación, es afirmación gozosa.
La concupiscencia de la carne no es solo la tendencia desordenada de los sentidos en general, ni la apetencia sexual, que debe ser ordenada y no es mala de suyo, porque es una noble realidad humana santificable. Por eso nunca hablo de impureza, sino de pureza.
La concupiscencia, decía, no se reduce exclusivamente al desorden de la sensualidad, sino también a la comodidad, a la falta de vibración, que empuja a buscar lo más fácil, lo más placentero, el camino en apariencia más corto, aun a costa de ceder en la fidelidad a Dios.
El otro enemigo, escribe san Juan, es la concupiscencia de los ojos, una avaricia de fondo, que lleva a no valorar sino lo que se puede tocar. Los ojos que se quedan como pegados a las cosas terrenas y que, por eso mismo, no saben descubrir las realidades sobrenaturales.
Los ojos del alma se embotan; la razón se cree autosuficiente para entender todo, prescindiendo de Dios. Es una tentación sutil, que se ampara en la dignidad de la inteligencia, que nuestro Padre Dios ha dado al hombre para que lo conozca y lo ame libremente. Arrastrada por esa tentación, la inteligencia humana se considera el centro del universo, se entusiasma de nuevo con el “seréis como dioses” (Gn 3,5) y, llena de amor por sí misma, vuelve la espalda al amor de Dios.
No se trata solo de pensamientos efímeros de vanidad o de amor propio: es un engreimiento general. Este es el peor de los males, la raíz de todos los descaminos. La lucha contra la soberbia ha de ser constante, que no en vano se ha dicho gráficamente que esa pasión muere un día después de que cada persona muera. Es la altivez del fariseo, a quien Dios se resiste a justificar, porque encuentra en él una barrera de autosuficiencia. Es la arrogancia, que conduce a despreciar a los demás, a dominarlos, a maltratarlos: porque “donde hay soberbia allí hay ofensa y deshonra” (Pr 11,2)».
De una homilía pronunciada el 2 de diciembre de 1951
Añado que “Delante de la destrucción va el orgullo, y delante de la caída, la arrogancia de espíritu” (Pr 16,18).
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