jueves, 12 de diciembre de 2024

Intolerancia por fidelidad a Dios

 

Después de tanta kikotina vertida en las entradas sobre el inicio de curso, para reponer un poco las neuronas, traigo hoy un escrito clarificador sobre la verdadera Iglesia.

 

La maldición de la tolerancia

    “La Iglesia Católica es intolerante”.

Tal es, cualquiera lo podría admitir en la práctica, una perfecta descripción de la actitud del mundo moderno hacia la Iglesia. El cargo de intolerancia no es nuevo. Ya fue una vez dirigido contra Nuestro Bendito Señor.

Inmediatamente después de ser traicionado, Nuestro Señor fue citado ante un cuerpo religioso para la primera Conferencia de Iglesia de los tiempos cristianos, sostenida no en la ciudad de Lausana, o Estocolmo, sino en la ciudad de Jerusalén. La reunión la presidía Anás, el primado y cabeza de una de las familias más agresivas del patriarcado, un hombre sabio con la engañosa sabiduría de setenta años, en un país en el cual edad y sabiduría eran sinónimos. Cinco de sus hijos en sucesión usaban los efod sagrados de la familia. Como cabeza de su propia casa, Anás tenía a su cargo las rentas familiares, y no de fuentes bíblicas sabemos que parte de la fortuna de la familia la invertía en negocios relacionados con el Templo. Los puestos para la venta de pájaros, bestias y material para el sacrificio se conocían como las casillas de los hijos de Anás. Es natural que esperemos que, cuando un sacerdote entra en los negocios, observe una alta moralidad; pero Anás era un saduceo, y como no creía en una vida futura, hacía lo mejor que podía de la presente que tenía. Había un incidente que él siempre recordaba en relación con sus negocios en el Templo, y fue el día en que Nuestro Señor volcó sus mesas, haciéndolas rodar por las gradas como si fueran trastos viejos, y con látigo hizo huir a los traficantes de dinero del templo como la arena delante del viento.

Ese incidente pasó por su mente ahora cuando vio parado delante de él al Carpintero de Nazaret. Los ojos de Jesús y Anás se encontraron y quedó abierta la primera conferencia mundial sobre religión. Irónicamente fingiendo sorpresa a la vista del prisionero a quien las multitudes seguían la semana anterior, Anás abrió la sesión pidiendo a Jesús que aclarase dos asuntos importantes de religión, los mismos dos que fueron discutidos más tarde en Lausana y Génova y Estocolmo, a saber, la cuestión de Su doctrina y la cuestión de Su ministerio. A nuestro Señor le pedía un hombre religioso, un líder religioso, y una autoridad religiosa, representante de la fe común, de la nación, que entrara en discusión para aclarar, ante una conferencia, las cosas más importantes de la religión, y sin embargo se negó. Y así fue como la primera conferencia mundial sobre Iglesia resultó un fracaso.

Él se negó con palabras que no dejaron duda en la mente de Anás, de que la doctrina que Él predicaba era la que Él sostendría ahora en las conferencias religiosas, es decir, Su divinidad. Con palabras cortadas como facetas de diamante, y sentencias tan insobornables como una espada de dos filos. Él contestó a Anás: “Yo he predicado públicamente delante de todo el mundo…y nada he hablado en secreto. ¿Qué me preguntas a mí? Pregunta a los que han oído lo que yo les he enseñado”.

En otras palabras, Jesús dijo a Anás: “Con preguntarme das a entender que yo no soy divino; que yo soy lo mismo que cualquiera de los demás rabinos que van por todas partes del país; que yo soy otro de los profetas de Israel, y a lo sumo, un hombre apenas. Sé que me darías regocijada bienvenida en tu corazón si te dijera que soy apenas humano. Pero no. Yo he hablado muy claro al mundo. He declarado mi divinidad, pues he perdonado pecados; he dejado mi Cuerpo y mi Sangre para la posteridad, y antes que negar su realidad, he perdido a aquellos que me seguían y que se escandalizaron por mis palabras. Fue solo anoche cuando dije a Felipe que el Padre y Yo uno somos, y que yo pediré a mi Padre que envíe al Espíritu de la Verdad a la Iglesia que he fundado sobre Pedro y que durará hasta el fin de los tiempos. Pregunta a quienes me han escuchado; ellos te dirán las cosas que he dicho. No tengo otras doctrinas que las que he declarado cuando eché a tus traficantes de palomas del templo y declaré que aquella era la Casa de mi Padre; eso es lo que he predicado; eso es lo que yo revelé en el Tabor; eso es lo que ahora declaro de nuevo ante ti, es decir, Mi Divinidad. Y si tu primer principio es que yo no soy Divino, sino que soy apenas humano como tú mismo, entonces no hay nada en común entre nosotros. Así que, ¿por qué me pides que discuta doctrina y ministerio contigo?”

Y algún bruto que estaba de pie cerca, al sentir también la humillación del sumo sacerdote con tal respuesta insobornable, golpeó a Nuestro Bendito Señor en la cara con mano armada de cota, sacando de Él dos cosas: sangre y una dulce respuesta: “Si he hablado mal, manifiesta lo malo que he dicho; pero si bien, ¿por qué me hieres?” Y ese soldado de la corte de Anás ha figurado a través de toda la historia como el representante de ese gran grupo que lleva odio contra la Divinidad, el grupo que nunca reviste ese odio con algún lenguaje intelectual, sino con violencia.

Todo lo que sucedió en la vida de Cristo, sucede en la vida de la Iglesia. Y aquí en la corte de Anás yo encuentro la razón de por qué la Iglesia Católica se niega a tomar parte en movimientos que buscan la federación, tales como el inspirado por la presente conferencia mundial sobre religión. Sería feliz la Iglesia si hubiera un verdadero deseo de unir el Cristianismo, pero ella no puede tomar parte en ninguna de tales conferencias. Más o menos en estas palabras la Iglesia dice a quienes la invitan: “¿Por qué me interrogas acerca de mi doctrina y mi ministerio? Pregunta a quienes me han oído. Yo he hablado muy claramente a través de los siglos, declarando ser la Esposa de Cristo, fundada sobre la roca de Pedro. Cuando hace siglos surgieron profetas de la religión moderna, yo hablé de mi Divinidad en Nicea y Constantinopla; la prediqué en las catedrales de la Edad Media; la proclamo ahora en cada púlpito y cada iglesia; por todo el mundo. Sé que me daréis la bienvenida en vuestras conferencias, y que me apretarían mi mano si renunciara a mi afirmación de que no soy divina; sé que escritores recientes han argumentado que la gran organización de la Iglesia podría ser el marco para la unión de toda la Cristiandad, si yo renunciara a mi declaración de que soy la Verdad; sé que las puertas de la iglesia en todo el mundo se regocijarían al verme entrar; sé que vuestra bienvenida sería sincera; conozco vuestro deseo de unir a toda la cristiandad, pero no puedo ¿Por qué me lo pedís?, si vuestro principio es que no soy divina, sino apenas una organización humana como las vuestras, que soy un una institución humana, como todas las demás instituciones humanas fundadas por hombres falibles y mujeres falibles. Si vuestro primer principio es que yo soy humana, y no divina, entonces no hay una base común para la conferencia. Debo negarme”.

¡Llamad a esto intolerancia! ¡Sí! Eso es precisamente la intolerancia de la Divinidad. Fue la afirmación de exclusividad lo que trajo el golpe del soldado contra Cristo, y es la afirmación de exclusividad lo que trae el golpe de la desaprobación del mundo contra la Iglesia. Está bien recordar que hubo una cosa en la vida de Cristo que trajo su muerte, y fue la intolerancia de su afirmación de ser Divino. Él fue tolerante en cuanto a dónde dormir y qué comer; Él fue tolerante en cuanto a omisiones de sus apóstoles malolientes a pescado; Él fue tolerante para quienes lo clavaron en la Cruz, pero fue absolutamente intolerante en cuanto a su afirmación de ser Divino.

No hubo mucha tolerancia en Su dicho de que aquellos que no creyeran en Él se condenarían. No hubo mucha tolerancia en su afirmación de que, cualquiera que prefiriera su propio padre o madre a Él, no era digno de ser su discípulo. No hubo mucha tolerancia de la opinión del mundo al dar Su Bendición a quienes el mundo odiaría y calumniaría. La tolerancia no siempre fue buena a Su mente, ni fue siempre buena la intolerancia.

No hay otro tema sobre el cual esté más confundida la mente del hombre medio que sobre el tema de la intolerancia. Se cree siempre que la tolerancia es deseable, porque se le toma como sinónimo de amplitud de mente. Y se cree que siempre que la intolerancia debe ser rechazada como sinónimos de estrechez de mente. Esto no es verdad, pues la tolerancia y la intolerancia se aplican a dos cosas totalmente diferentes. La tolerancia se aplica solamente a las personas, pero nunca a los principios. La intolerancia se aplica solamente a los principios pero nunca a las personas. Debemos ser tolerantes para con las personas, porque ellas son humanas; debemos ser intolerantes para con los principios, porque ellos son divinos. Debemos ser tolerantes con quien yerra, porque puede haber sucedido que la ignorancia lo extravió; pero debemos ser intolerantes con el error, porque la Verdad no es hechura nuestra, sino de Dios.

Y de aquí que en la historia, la Iglesia, hecha la debida reparación, ha dado siempre la bienvenida a los herejes que regresan al tesoro de sus almas, pero nunca ha dado la bienvenida a las herejías en el tesoro de su sabiduría.

Igual que Nuestro Bendito Señor, la Iglesia ruega que se tenga caridad para todas las personas que disienten con ella de palabra o de obra. Aun aquellos que –en el sentido estricto de la palabra- son fanáticos, deben ser tratados con la mayor bondad. Porque éstos en realidad no odian a la Iglesia, sino que odian a lo que creen que es la Iglesia. Si yo creyera todas las mentiras que se dicen sobre la Iglesia, si diera crédito a todas las historias tontas que se urden acerca de su sacerdocio y papado, y si hubiera sido educado en el error sobre sus enseñanzas y sacramentos, probablemente odiaría la Iglesia mil veces más que ellos.

Y ahora bien, este falso liberalismo o tolerancia de la verdad y el error, ha llevado a muchos tan lejos que llegan a decir que una religión es tan buena como otra, o que, porque una religión contradice a la otra, no existe en absoluto la religión. Esto es como concluir que, como en los días de Colón alguien decía que el mundo era redondo y otros decían que era plano, por consiguiente, no había ningún mundo.

Tal indiferencia ante la unicidad de la verdad, está en la raíz de todas las suposiciones tan corrientes en nuestro pensamiento de hoy día, que la religión es una cuestión abierta, como las tarifas, mientras la ciencia es una cuestión cerrada, como la tabla de multiplicar. Apoyándose en esta extraña clase de liberalismo se enseña que cualquiera puede hablarnos de religión, pero que nunca debemos admitir que alguien que no sea científico, nos venga a hablar del átomo. Esto ha inspirado la idea de que debemos ser tan amplios que proclamemos nuestros pecados a cualquier psicoanalista que viva en un invernadero, pero nunca vayamos a ser tan estrechos de mente para decirlos a un sacerdote metido en un confesionario. Ello ha creado la impresión general de que cualquier opinión de algún individuo acerca de la religión está bien, y ha predispuesto a las mentes modernas a aceptar sus platos de religión servidos en forma de artículos titulados: “Mi idea de Religión”, escrita por cualquier anónimo de las cámaras cinematográficas de Hollywood para el cocinero jefe del hotel Ritz-Carlton.

Esta clase de liberalismo que sacrifica los principios a los caprichos disuelve las entidades en el ambiente, y reduce la verdad a opiniones, es un signo inconfundible de la decadencia de la facultad de la lógica.

Lo natural sería esperar que la religión tuviera sus voceros autorizados, así como los tiene la ciencia. Si usted se ha herido la palma de la mano, no llamará a un florista; si se rompe el resorte de su reloj, no llamará a un artesano experto para que lo repare; si su hijo se tragó una moneda, no llamará a un recaudador de impuestos para que se la extraiga; si usted desea saber la autenticidad de un Rembrandt discutido, no llamará a un pintor de brocha gorda. Si usted insiste que solamente un plomero podría arreglar las averías de sus tuberías, y no un afinador de órganos, si usted pide un doctor para que cuide de la salud de su hijo, y no un músico, entonces ¿por qué, en nombre del cielo, no va a exigir que un hombre que le va a hablar de Dios y religión sepa al menos decir sus oraciones?

El remedio para este liberalismo es la intolerancia, no la intolerancia de las personas, pues hacia éstas debemos ser tolerantes sin consideración a los puntos de vista que sostengan, sino la intolerancia de principios. Un constructor de puentes debe ser intolerante acerca de los cimientos de su puente; el jardinero debe ser intolerante acerca de las cizañas de su jardín; el propietario de edificio debe ser intolerantes acerca de los derechos de su propiedad; el soldado debe ser intolerante acerca de su patria. Los médicos deben ser intolerantes acerca de las enfermedades de sus pacientes, y los profesores deben ser intolerantes acerca del error de sus alumnos. Así, también, la Iglesia, fundada en la Intolerancia de la Divinidad, debe ser igualmente intolerante acerca de las verdades encomendadas a ella. No debe haber batallas a medias, espadas a medio desenvainar, amores divididos, o Cristo y Buda igualados en una racha de tolerancia de segundo año de escuela, pues Nuestro Bendito Señor lo ha dicho: “El que no está conmigo, está contra mí”.

Ahora bien, es está precisamente la actitud de la Iglesia en el asunto de las conferencias mundiales sobre religión. Ella sostiene que, así como la verdad es una en geografía, en química, y en matemáticas, así también hay una sola verdad en religión, y si somos intolerantes acerca de la verdad de que dos veces dos son cuatro, entonces también debemos ser intolerantes acerca de aquellos principios de los cuales se basa la única cosa realmente importante del mundo, a saber, la salvación de nuestra alma inmortal. Si se parte de la base de que no hay tal verdad, y que las sectas contrarias y contradictorias pueden ser unificadas en una federación de liberalismo, nunca debe esperar que la Iglesia se le una o coopere.

El mundo puede acusar a la Iglesia de intolerancia, y tiene razón. La Iglesia es intolerante acerca de la Verdad, intolerante acerca de los principios, intolerante acerca de la Divinidad, así como Nuestro Bendito Señor fue intolerante acerca de su Divinidad. Las otras religiones pueden cambiar sus principios, y en efecto los cambian, porque sus principios son hechuras del hombre. La Iglesia no puede cambiar, porque sus principios son hechura de Dios. La religión no es la suma de las creencias que nos gustarían, sino la suma de las creencias que Dios nos ha dado. El mundo puede disentir con la Iglesia, pero el mundo sabe muy concretamente con qué está disintiendo. En el futuro como en el pasado, la Iglesia será intolerante acerca de la santidad del matrimonio, pues lo que Dios ha unido, ningún hombre lo puede separar; será intolerante acerca de su credo, y estará lista a morir por Él, pues no teme a quienes matan el cuerpo, sino más bien a quienes pueden arrojar alma y cuerpo al infierno. Ella será intolerante en cuanto a su infalibilidad pues, he aquí, dice Cristo, “Yo estaré con vosotros hasta la consumación del mundo”. Y mientras es intolerante, hasta derramar su sangre al adherirse a las verdades que le fueron dadas por su Divino Fundador, será tolerante para con aquellas que dicen que ella es intolerante pues el mismo Fundador Divino le ha enseñado: “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen”.

Se puede tomar solamente dos posiciones con respecto a la verdad, ambas tuvieron representantes hace siglos en la corte de Salomón, donde dos mujeres reclamaban un niño. Un niño es como la verdad; es uno solo; es un todo; es orgánico y no puede dividirse. La verdadera madre del niño no aceptará transacciones. Ella fue intolerante en cuanto a su derecho. Tenía que tener todo el niño o nada: la intolerancia de la Maternidad. Pero la madre falsa fue tolerante. Se prestó a dividir el niño, y el niño hubiera encontrado su muerte en esta liberalidad.

Fuente: Arzobispo Fulton J. Sheen, “Modos y verdades” (Moods and Truths), pp. 86-95, editorial Azteca, 10 de agosto de 1956.

 

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