«Faltar a la comunidad es un pecado grave» (Kiko el acogedor).
En una ocasión, unos fariseos y escribas viajaron desde Jerusalén hasta Galilea con intención de sorprender a Jesús en alguna falta, la que fuera, el caso era desprestigiarle.
Ellos eran expertos en la ley, pensarían que no podía ser muy complicado pillar al pueblerino ese, al nazareno, en un renuncio. Pero aunque escuchaban atentos, no encontraban nada que les diese pie a acusarle de ignorante y reprocharle que confundiese al pueblo.
Al final, uno de ellos dio con una actitud generalizada que les iba a permitir acusar a los amigos de Jesús, a sus más leales seguidores, de regodearse en la impureza y no respetar la Ley de sus mayores. El asunto fue que este fariseo observó que muchos discípulos se sentaban a la mesa sin haberse lavado las manos.
«¿Por qué tus discípulos quebrantan la tradición de los antiguos? Toman el pan con manos impuras», le espetó a Jesús.
Era usual que la comida de mediodía se hiciese al aire libre, por lo que la falta fue observada por muchos. Y la costumbre de no sentarse a la mesa antes de proceder a una serie de abluciones no era un capricho, era una precaución higiénica, ya que salvo la cuchara, una sola, con la que cada comensal, por turno, se servía la salsa, no se disponía ni de tenedores ni de cuchillos. Las manos servían para todo, para poner los alimentos en el plato y para llevarlos a la boca.
Por tanto, las abluciones eran una simple regla de higiene, pero por tratarse de una costumbre antigua, los fariseos la habían elevado indebidamente a la altura de un ritual religioso cuya transgresión constituía a sus ojos una impiedad.
Ahí es nada.
El Maestro, lejos de regañar a los discípulos, censura el formalismo hipócrita de los fariseos.
Manos sucias no son manos impuras.
De hecho, el Antiguo Testamento contiene numerosas normas, algunas de carácter higiénico, pero nunca menciona la obligación de lavarse las manos ni de lavar copas, jarros y bandejas; esto forma parte de «las tradiciones de los mayores» de los judíos. Y los escribas cometen el error de convertirlas en Ley divina.
Alguno puede tener las manos muy limpias y, sin embargo, desagradar a Dios si su corazón no está limpio. La pureza de la persona reside en la limpieza de su conciencia, en la rectitud de sus pensamientos, en lo correcto de sus palabras. Lo que revela la impureza de su corazón son las palabras malas, ruines, difamatorias que salen de su boca. Esto es lo que ensucia al hombre, pero comer sin haberse lavado las manos no le hace impuro.
La reacción de Jesús es durísima. Tras llamarlos hipócritas, les hace tres acusaciones:
1) su corazón está lejos de Dios;
2) enseñan como doctrina divina lo que son preceptos humanos;
3) dejan de observar los mandamientos de Dios para aferrarse a las tradiciones de los hombres.
El problema, según Jesús, es que el fariseo termina dando a esas tradiciones más importancia que a los mandamientos de Dios.
Escribo todo esto porque alguien que suelta paridas como que faltar a la comunidad es pecado grave tiene el corazón lejos de Dios, pretende hacer pasar por doctrina divina lo que son preceptos humanos y se salta los mandamientos de Dios para aferrarse a sus míseras tradiciones.
Consejo: Huid que quien pretende hacer pasar su conveniencia por ley divina.