En la homilía de la misa del 4º domingo de Adviento, el sacerdote -no presbikiko- enlazó la historia de la creación con la historia de la Salvación.
En el principio había un hombre y una mujer que eran imagen y semejanza de Dios; del mismo modo, la historia de la salvación empieza con una mujer y un hombre que estaban desposados, aunque aún no vivían juntos.
En el Edén, el hombre y la mujer gozaban de una situación privilegiada, pues Dios se relacionaba con ellos cara a cara, no a través de intermediarios. Fue el mismo Dios quien les advirtió que no comiesen del fruto del árbol situado en mitad del jardín, pues las consecuencias serían nefastas para ellos.
La expulsión del Edén trae consigo, entre otras cosas, la pérdida de la visión de Dios («Nadie puede ver mi rostro y vivir», Ex 33,20). Pero los expulsados no pierden nada de la naturaleza con que fueron creados, no pierden la imagen y semejanza con Dios y, por tanto, no pierden su libre albedrío, que les hizo pecar, pero que es consustancial a su ser.
Por eso el demonio los odia. Ya los ha vencido, ha logrado que Dios los destierre, que les prive de su presencia, pero no ha podido borrar en ellos la imagen y semejanza con Dios. Quizá por eso, hace todo lo posible por enredar con el género y la identidad.
En la historia de la Salvación, un ángel de Dios, un emisario, habla con María y le hace una propuesta. No es una orden, porque Dios respeta la libertad. Y María, tras hacer las preguntas que considera pertinentes para asegurarse de que entiende lo que Dios le pide, da su respuesta.
Sin intervención de nadie más.
Esto es importante: no consulta con el rabino de su aldea, no pregunta a sus padres, no informa primero a su prometido, no se somete a ningún sanedrín de kikotistas ni se lo cuenta a la comunidad. Dios quiere algo de ella y la respuesta es solo suya y de nadie más. Y nadie tiene por qué ser informado ni dar ni su opinión ni mucho menos su dictamen.
Lo mismo sucede cuando el enviado de Dios visita a José.
Puede decirse que a este Dios no le pide nada extraordinario, sino que sea el esposo de María y el padre de su hijo, que es exactamente lo que José había aceptado ser antes de descubrir que ella estaba embarazada.
No le pide algo grandioso (Déjalo todo y vete a evangelizar a los paganos de Egipto, por ejemplo), sino que se le hace saber que Dios está presente en su vida cotidiana, en la que le espera sin salir de su pueblo, sin dejar su trabajo, sin que nadie advierta cambio alguno, y que cuenta con él.
Y de nuevo, José no corre a consultar con ningún levita, no lo comenta con sus amigos, no expone a sus vecinos lo que Dios quiere de él. La relación es personal e individual, la petición es personal e individual, ni siquiera María participa en ella, la respuesta también es personal, individual e invisible para todos los demás.
Ni hay de por medio kikotistas empeñados en que descubras tu intimidad ni hay comunidad cotilla ni hay hechos grandilocuentes.
No hay nada extraordinario en que el desposado acoja en su casa a la mujer desposada, no sorprende que el hijo que ella tiene sea su hijo. Dios no pide nada que contradiga la vocación de José, que desde antes había sido llamado a ser esposo de María y, por tanto, padre de su Hijo.
Dios se manifiesta sin ruido, sin algaradas y en el recogimiento. María estaba a solas, José estaba a solas. Dios no se manifestó a ellos en una asamblea. Lo que estaba en juego era la Salvación de toda la humanidad, pero nadie fue invitado a intervenir ni opinar. Porque si algo viene de Dios, la respuesta debe ser libre, si viene impuesta o deformada por otros, no es válida.
Lo importante es que en el arranque de la historia de la Salvación, de nuevo hay una mujer y un hombre que responden a Dios. La imagen y semejanza de Dios está en los dos, en el hombre y en la mujer, no hubiese sido suficiente que respondiese ella y no él, habría faltado el amor y la unidad que representa la familia de Nazaret.




