lunes, 5 de mayo de 2025

Dios te quiere pecador (II)

 


“Decíamos ayer” que al combinar las premisas de que le es imposible al hombre eludir el pecado con su impotencia natural para enmendar las consecuencias del mismo la conclusión que se obtiene es que para qué esforzarse por actuar con arreglo a ningún principio moral, mejor hacer lo que le salga de dentro a cada cual. Y ya.

Y se decía también que esta actitud machaca a las víctimas.

Un caso práctico: Los presuntos “maestros espirituales” neocatecumenales invitaban a las mujeres y las niñas víctimas de agravios sexuales (acoso, violencia, malos tratos, traición...) a dirigir su atención hacia sus propios pecados, para convencerlas de que ellas no eran menos pecadoras que quien las había agraviado, al contrario, ellas eran peores. En consecuencia, para no ofender a Dios, tenían que perdonar al agresor con una amnistía general y definitiva, o de lo contrario Dios no las perdonaría a ellas sus muchas faltas. De hecho, pretendían que lo correcto era que la víctima asumiera sobre sí misma el peso de la culpa ajena y todas las consecuencias de esa culpa, en particular la obligación de pedir perdón al agresor.

Conviene advertir, pues no es detalle baladí, que las víctimas eran mujeres y los agresores hombres.

El presbítero empatizaba con paternal comprensión ante faltas masculinas que rayaban en el delito; en cambio, trataba a las mujeres con impaciencia paternalista, reprendiéndolas con burlas por rasgos de carácter molestos pero objetivamente menos dañinos. Siempre había comprensión para ellos y reproches para ellas.

Por designio neocatecumenal, aunque ellos pretendieran volverlo divino, se daba a entender que el papel de la mujer, de por sí histérica y neurótica, fuera sufrir y perdonar y someterse al hombre, y el del hombre, pecar sin remordimientos y ser perdonado por la mujer y por Dios todas las veces que fuese preciso. Con tales premisas no es raro llegar a considerar la violencia intrafamiliar como un hecho casi natural, inevitable.

Contando anécdotas de abusos sexuales cometidos contra mujeres y niños, el presbítero habló de la recuperación de los culpables por un Dios misericordioso "que ama al pecador como es". Las víctimas quedaron relegadas al olvido. Siniestro, pero coherente con la doctrina del Camino que sostiene que lo que sucede es siempre porque Dios lo quiere, por tanto el abuso ha sido querido por Dios y debe ser aceptado sin juzgar ni denunciar, pues lo contrario sería renegar de la voluntad de Dios.

Predicaban que solo el Señor puede hacer que el matrimonio funcione, porque amar al otro es imposible para el hombre, pero a la misma vez sostenían que la sola gracia de Dios no es suficiente o bien solo acontecía en grupo, en asamblea, es decir, en un ambiente como la comunidad neocatecumenal. Al darles ejemplos concretos de lo contrario, sostuvieron que algún problema aún oculto surgiría tarde o temprano en esas relaciones, de tal modo que todas estaban destinadas al fracaso, salvo que los implicados buscasen el auxilio de una comunidad.

Lejos de centrarse de forma alentadora en la sólida doctrina católica sobre las relaciones y el matrimonio, describieron dolorosamente todos los problemas posibles e imaginables en las relaciones, y luego invitaron a los presentes, como única solución válida, a seguir al "Señor" en el Camino. Se trataba de la modalidad “venid y ved” que figura en los mamotretos, una invitación sin explicaciones basada en la falsa presunción de que el Espíritu Santo no está en la Iglesia, sino en el Camino.

Junto a algunos hermosos testimonios, hubo otros que encarnaban la idea neocatecumenal del matrimonio como unión forzada y dolorosa destinada a terminar en divorcio porque solo la comunidad puede mantener unida (más tarde descubrí que era un tema dominante en el Camino). También lanzaron el cebo endogámico típico del discurso neocatecumenal de que el cónyuge debe ser del Camino, el cónyuge es tu cruz y si dejas el Camino destruirás tu matrimonio.

De hecho, los presbíteros también parecían creer que los hombres no están por naturaleza inclinados a amar a las mujeres y, viceversa, las mujeres no están inclinadas a amar a los hombres, sino que todos son enemigos de todos. Y, sin embargo, defendieron que cuando “Dios te envía a una persona” solo caben dos posibilidades: casarse en el plazo de un año (el famoso "¡Fijad la fecha!" neocatecumenal) o dejarlo para siempre. La imprudencia y superficialidad con que estos presbíteros parecían considerar la elección de una persona para el propósito del matrimonio me causaba profunda inquietud.

Voy a referirme ahora en concreto a lo que dijeron los presbíteros deformados por el Camino, no los seglares, los presbíteros.

Gravedad de los pecados

Los presbíteros matizaron la gravedad de los pecados mortales, graves y veniales, pero omitieron la cuestión de los grados de culpa. Sin embargo, según hablaban entendí que para ellos el grado de culpa estaba íntimamente ligado a la naturaleza biológica del pecador. De este modo, sin declararlo explícitamente, la violencia sexual perpetrada por un hombre parecía tener la misma gravedad que los celos histéricos de una esposa; un gesto violento de autodefensa fue considerado peor que el acto más grave que lo había desencadenado. Después supe que estas “enseñanzas”, contrarias a la doctrina de la Iglesia, son fieles a los mamotretos.

En esencia, el pecado más grave para ellos parecía ser el que la mujer no se sometiera al varón incluso al riesgo de su propia vida.

Para predicar con el contraejemplo, los presbíteros que exigían, a veces con altivo desdén, este tipo de paciencia heroica a las mujeres víctimas de violencia, eran los mismos que se rebelaban iracundos ante la simple contradicción de un oyente. Y nada de aguantar con paciencia a gente molesta o burlona contra lo que decían. Estos presbíteros parecían afligidos por problemas no resueltos con el sexo opuesto y tal vez con el suyo propio, y no totalmente curados de los desórdenes de su vida antes de la ordenación que nos habían contado. Por eso no se les podía tomar en serio a la hora de recetar heroísmos a los demás.

Progreso espiritual

Su evaluación del progreso espiritual era simplona: aquellos que seguían sus indicaciones (sacadas de los mamotretos) eran presentados como ejemplos de personas de gran fe; por el contrario, aquellos que en la vida de fe seguían la senda del intelecto eran considerados con condescendencia o reprobación. El dogma kikiano al que se aferraban para discriminar qué venía de Dios era el de la experimentación aquí y ahora: el Señor pasa aquí hoy, Dios te habla hoy a través de mí, el Señor te ha llamado aquí, la Palabra leída en casa no tiene el mismo efecto que la que escuchas aquí hoy.

Malos consejeros

Habiendo catalogado a las personas según las directrices heréticas del Camino, no sorprende que como médicos espirituales sus “diagnósticos” fueran presuntuosos, repetitivos y apresurados. Las consecuencias de sus actos fueron las comunes a toda mala praxis médica, es decir, el paciente acude a otro médico para ser tratado tanto de la enfermedad original como de los daños causados ​​por el tratamiento del mal médico.

Termina aquí esta selección (no exhaustiva) de los rasgos neocatecumenales detectados en las reuniones organizadas por el Camino en la parroquia. Confirmo también el carácter neocatecumenal del método: iniciático, gnóstico, supersticioso, apodíctico, emotivo, contestatario. Todos estos aspectos no alcanzaron la intensidad lograda en las comunidades pero, aunque diluida, la sustancia fue la misma. Otro punto delicado fueron las misas, celebradas al estilo neocatecumenal con cantos, danzas, bongos y palmas, la focaccia, la copa de vino, la comunión sentados, las resonancias.

Las distorsiones se mezclaban con partes ortodoxas de la doctrina y prácticas aceptables, de modo que en la confusión doctrinal reinante y la confianza (y pereza) general de que había curas presentes, los aspectos heréticos no eran fácilmente identificables.

 

sábado, 3 de mayo de 2025

Dios te quiere pecador (I)

 


Una experiencia más sobre lo que predica el Camino.

 

No soy del Camino y nunca lo he sido, de hecho cuando llegaron a mi parroquia no sabía quiénes eran.

Todo empezó con el nuevo párroco. Lucía barba y sus sermones delataban un moralismo trágico y fatalista según el cual cualquier esfuerzo por ser mejores era un error, una insensatez o una muestra de soberbia, pues lo honesto, según él, sería reconocer la imposibilidad de hacer el bien y actuar en consecuencia, es decir, practicar el mal sin remordimiento, fiados en la misericordia de Dios que “te ama pecador”.

Tras el párroco propagandista de la aceptación del mal que sale del corazón del hombre como la forma “honesta y humilde” de vivir, llegaron unos tipos ruidosos, folloneros y guitarreros, ninguno era feligrés de la parroquia, pero se hicieron cargo de diversos cursillos y catequesis para niños y jóvenes: postcomunión, postconfirmación y charlas sobre los diez mandamientos.

Lo que sigue se refiere a diferentes momentos de las sesiones dedicadas al sexto mandamiento ante una audiencia formada mayormente por gente joven, algunos menores de edad.

Los organizadores dividieron a los participantes en pequeños grupos, separados por género para favorecer la libertad a la hora de hablar. De repente me encontré rodeado por desconocidos de edades y estilos de vida muy diferentes: quien alardeaba de su promiscuidad, quien había vivido un aborto, otros resentidos y agresivos que usaban el sexo como arma, otros adictos a la pornografía y otros vicios, cónyuges cuyos matrimonios estaban en desorden o en crisis, pero también personas castas, vírgenes y algunos menores.

Tras el debate, el secretario de cada grupo dio cuenta, sin nombrar a nadie pero delante de todos los participantes, de las respuestas al cuestionario.

Nadie nos avisó de que iba a haber este "trabajo en grupo" que ocasionó momentos extremadamente desagradables. Además se planteó como actividad obligatoria, no opcional, sino necesario para el proceso que llamaron de “encuentro con el Señor”, de descubrir qué había hecho ese señor en la vida propia y en la de los demás. Se dio por sentado no solo que todos tenían algo que decir, sino también que todos, inspirados o empujados por el mentado señor, querían contar sus asuntos personales y escuchar los de los demás.

Sin cuestionar la caridad y discreción de los participantes forzar este tipo confidencias íntimas fue, en sí mismo, una intromisión y un abuso. Además, la charla previa estuvo saturada de ejemplos concretos y explícitos, para que los asistentes entendiéramos que había que eliminar los filtros de la prudencia y el decoro y no omitir los detalles morbosos.

Por desgracia, muchos mostraron impudicia al exponer los detalles más delicados de la sexualidad, algunos parecían pensar que la sexualidad era un juego. Se mencionaron asuntos que no son para tratar de forma superficial ante desconocidos, sino en un ambiente controlado, como en una confesión bien hecha o en una clínica psiquiátrica o incluso ante un tribunal. En cambio, se nos reclamó "acoger al otro escuchando su experiencia y compartiendo la propia".

Hubo una petición de no contar nada a quienes no participaban en las charlas, pero algunas coincidencias nos llevaron a comprender que los organizadores sacaban de las declaraciones más “jugosas” material para los ejemplos de apoyo de las charlas.

Cuando posteriormente descubrimos los mamotretos, no nos sorprendió que Kiko respalde sus afirmaciones con lo más sensacionalista de las confesiones públicas obtenidas en los escrutinios (en algunos casos relatadas íntegramente).

Al terminar las charlas hubo una convivencia en la que algunos casados expusieron públicamente hechos que solo debían ser conocidos por el confesor. Esto ocurrió incluso con el cónyuge presente y delante de muchos desconocidos.

Más tarde reconocí el lenguaje y la actitud de estas personas como neocatecumenales. En aquel momento no sabía que en las comunidades neocatecumenales se trascienden la intimidad del individuo y de la pareja, hasta el punto de obligar a los matrimonios a someter cuanto sucede en el “tálamo” a la supervisión de los llamados "catequistas inspirados".

En la praxis neocatecumenal, la banalidad con que no solo se anima sino se reclama y se impone contar ante todos los sucesos y vivencias de los matrimonios degenera en poco tiempo en tal cantidad de confidencias ilícitas, que todos conocen la intimidad de todos, lo que les lleva a sobrepasar los límites de lo que es lícito pensar, decir y hacer sobre la vida de los otros. Cuando la gente no está acostumbrada a la abstinencia, sea verbal, psicológica o física, existe el riesgo de rozar la violencia, tanto moral como física. Por desgracia esto no es raro en el neocatecumenado.

Durante las charlas, a quienes no quisieron exponer su intimidad ante desconocidos se les advirtió que no fueran como el necio que se pierde el "paso del Señor" y renuncia al cielo “por aferrarse a la buena fama propia”. Poco a poco se fue desacreditando a quienes rechazaban el dogma neokiko de la inevitabilidad del vicio y la obligación forzada de compartir lo que solo debería salir en confesión sacramental.

Para algunas sesiones de las charlas se hizo venir a colaboradores (neocatecumenales) a dar su “testimonio de conversión”. Algunos de ellos reconocieron haber causado graves daños a su propio matrimonio o a los de otros, pero lo contaban como si fuese una gran noticia estupenda porque así habían dado ocasión a Dios de mostrar su misericordia divina como «cancelación de la deuda», nunca se mencionaba la responsabilidad del pecador, mucho menos la necesidad activa de enmendar los daños. Para colmo, el presbítero cuestionaba explícitamente la reparación, enseñando que el pecado es un acto tan grave que el hombre está loco si piensa que puede enmendarlo.

 Al combinar esta noción con la de la imposibilidad de evitar el pecado, la conclusión es que no merece la pena el menor esfuerzo por actuar bien. Esta es la kenosis del Camino.

Esta actitud, además de contraria a la verdad, es un ataque despiadado contra las víctimas del pecado de otro.

 

Seguirá…

jueves, 1 de mayo de 2025

Uno más...

 Otro testimonio. No deja de ser apabullante que en todas partes se denuncie lo mismo, una y otra vez. ¿Cuántas víctimas se necesitan para que alguien decida intervenir?

 



Viví 9 años de mi vida con ellos y al salir experimenté en mi piel y en mi conciencia un trauma, un sentimiento de culpa que me persiguió durante dos años. Tengo marido, hijos y un trabajo con horarios y responsabilidades en constante cambio, por lo que el cansancio, el compromiso imperioso, las cargas psicológicas que impone el Camino nos llevaron a mi esposo y a mí a animadas discusiones: controversias, malentendidos, acusaciones, juicios, etc.

El período verdaderamente duro y obsesivo comienza una vez finalizada la fase preparatoria de kikotesis, que consiste en reuniones larguísimas dos veces por semana, siempre de noche, de las que se regresa a casa con la cabeza golpeando como un tambor, de las ideas que te han lanzado, que te dejan sin aliento, que se convierten en motivo de discusiones, de malentendidos, de enfrentamientos, de incomprensiones con el marido o con los hijos.

La fractura se produjo cuando empezamos a faltar primero a la Eucaristía del sábado por la tarde y luego a las convivencias de tres días. Tenía que dejar a los niños en casa, para los katekistas era lo procedente, lo que había que hacer ya que los hijos eran 'ídolos'. Pero yo no tengo a nadie con quien dejarlos, ni madre ni hermanas. El gasto en niñeras era insostenible.

Hay una catequesis asfixiante para convencernos de que el trabajo, el hogar, los hijos son ídolos a los que debemos renunciar. Pero el maxicatequista tiene una villa de verano, un trabajo excelente, una esposa pediatra, su casa y una niñera para sus cinco hijos.

Sin vivir esas convivencias y recibir las kikotesis que se dan en ellas no podía continuar el camino, así que se me prohibió hacer el rito de entrega del salterio, no fui exorcizada ni recibí del presbítero el libro de las horas.

Soy católica desde la cuna, vengo de Acción Católica, impartí catequesis, he vivido por la gracia de Dios en la parroquia; entré a la comunidad por el deseo de profundizar en la Palabra de Dios. Los primeros años fueron sanos, porque fueron dirigidos 'estrictamente' por un sacerdote serio y coherente con la Madre Iglesia. Pude mirar dentro de mí, examinarme, tal vez incluso mejoré ante el Señor, ¡pero esto fue obra de Dios, no de la comunidad! ¿O me equivoco?

Los llamados lejanos, si se acercan al Camino, siguen alejados de la Iglesia (la oficial) tanto como pueden. Lamentablemente, en las reuniones de catequesis, que duran años, se habla continuamente mal de los sacerdotes y del clero, que en 2000 años no han podido hacer mucho. Esto se hace incluso ante los "pequeños" tanto en edad como en fe, en capacidad de discernir lo verdadero de lo falso; estos, escandalizados o asombrados, siguen el juicio negativo y acaban creyendo que la Iglesia hoy es el 'Neocatecumenado'.

Para conocer el movimiento neocatecumenal no basta con leer los mamotretos; una cosa es escuchar los discursos de algún maxikikotista, y otra cosa es vivir en comunidad, donde Kiko es la 'Palabra' a obedecer, donde los curas no entienden nada, porque para entender deberían dejar su seminario y ofrecer su vida como nuestros itinerantes. ¡Esta es la verdadera fe!

El trabajo de adoctrinamiento es constante, asfixiante. Se repite una y otra vez: “Si dejas el Camino dejas la Iglesia, te alejas de Dios. Estás asumiendo una gran responsabilidad, las consecuencias caerán sobre tu familia”.

Al final estábamos condicionados, asustados, incapaces de seguir los impulsos que la razón, aún no perdida del todo, hacía llegar ocasionalmente a la voluntad. Salir del Camino se vuelve cada vez más difícil, porque está el hecho traumático y perturbador de los escruticidios: Yo he pasado por dos escruticidios, memorial de mi vida, ante cuarenta personas que no están obligadas a guardar secreto.

Los kikotistas, en un clima que huele a inquisición, te dicen que estás frente a la cruz, tienes que hablar de ti mismo, de quién fuiste, de tus ídolos, de cómo y si los dominaste. Y empiezas a hablar. Es doloroso presenciar estas escenas. La humillación de quien cuenta sus miserias. Pero eso no es suficiente, el inquisidor mete el dedo cada vez más hondo, quieren enterarse de los secretos más íntimos.

Cuando le dije que hasta entonces mi vida había sido vivir para mis hijos y mi marido, a quien ahora intentaba amar como a un hermano en Cristo, mientras que antes me agobiaba no dar la talla para él, el kikotista respondió: "Tú no amas a tu marido". Imaginaos la situación, el juicio del megakikotista, el murmullo de los hermanos, el marido rojo de furor y vergüenza, yo abrumada por las lágrimas; mi párroco con las manos entrelazadas y la cabeza gacha, más rojo que yo.

Todos han de contar su historia ante los demás: algunos dicen que tienen amantes, otros dicen que han consumido drogas, uno declara delante de sus padres que mantiene relaciones carnales ilícitas, otro saca a relucir el odio y el rencor, tal vez enterrados desde hace años, hacia sus padres, que, no presentes, no pueden defenderse.

¿Con qué autoridad unos laicos que desconocen la teología moral se erigen en confesores de sus hermanos, a quienes exigen una declaración precisa y detallada de todas las miserias de sus vidas? Y mientras uno es interrogado, los presentes se miran temerosos de descubrir lo que nunca habían pensado sobre su marido, su mujer y sus hijos. Y a partir de ahí viven su fe en la angustia, en el chantaje moral.

Esto destruye la personalidad, la confianza. Se generan sospechas, división y odio. Los katekistas imponen penitencias horribles e irracionales como condición para superar el escrutinio. Y después de haberse abierto en canal, ¿adónde podría ir el pobre penitente? El grupo se convierte en su prisión.

Yo he vuelto a ser cristiana a secas, de domingo, la clase de cristiana que, según muchos de ellos, no sirve para nada; de los que van a la Iglesia sin entender la Palabra de Dios y no tienen mérito, porque el Espíritu Santo no es para todos y requiere de un canal sincronizado llamado Camino Neocatecumenal.

Nada puede ser más importante que la comunidad, ni siquiera un Sacramento. Si alguien falta a una convivencia, porque asistió a una boda, confirmación o primera comunión, es duramente reprendido porque la convivencia es superior a cualquier Sacramento: “Elegiste el entretenimiento y al Señor lo pusiste en segundo lugar”.

Después de tantos años de adoctrinamiento martilleante se pierde el discernimiento, tienes miedo de equivocarte en todo lo que haces. Y el chantaje amenazador está siempre en labios del katekista: «Has puesto tu nombre en la Biblia de tu comunidad, no incurras en traición». «Dijiste tu cruz delante de todos, no puedes darles la espalda». «Si no pones en la bolsa dinero, anillos, cheques, coche, casa…, no amas a Dios, eres de Mamón».

En una convivencia un sacerdote fue sometido a un interrogatorio de tercer grado solo porque tenía un reloj en la muñeca que no quería quitarse, tal vez era un recuerdo barato. Para desprestigiar a otro sacerdote llegaron a contar que se masturbaba. Todo vale con tal de someter a los neocatecúmenos.

Todavía extraño a estos hermanos con quienes compartía alegrías y miedos, a quienes di tantas horas de mi vida, pero como quien se va es etiquetado de endemoniado, ahora no existo para ellos. ¿Es esto el amor a los hermanos en la dimensión de la cruz, de la que tanto hablan y que llevan como insignia de su pertenencia al movimiento neocatecumenal?

Desde que salí, he experimentado todo lo contrario: «¡Ay de los que abandonan el movimiento! ¡Evitadlos por completo porque están poseídos por el maligno!». Algunos, sabiendo esto, no dejan del todo la comunidad para no ser marginados o aislados.

Para muchos es difícil pasar página a años de convivencia y amistad, y al condicionamiento psicológico y moral que han sufrido durante este tiempo. ¡Conozco sacerdotes destruidos en cuerpo y espíritu por el movimiento!

¡Los obispos no saben estas cosas porque nunca han participado en un escruticidio! Quizás lo que digo les pueda parecer una calumnia, pero es la pura verdad. Imploro al Espíritu Santo que les ilumine lo que no saben, para el bien de la Iglesia y de las almas de las que han sido nombrados pastores.