Este año
es providencial, sin duda.
Otros
años, tras el jolgorio mistikiko hasta las n+1 de la madrugada, había
que ir a tomar cordero; por mor de Dios, este año es diferente y no ha podido
ser lo de pasar la noche fuera de casa ni lo de invadir un restaurante en la madrugá.
Y las
pobrecitas komunidades que iban a recibir la túnica fantasmal esta Pascua y a
deambular revestidos de tal guisa hasta la catedral para -por una vez en el
itinerario que no lleva a ninguna parte- juntarse con los religiosos naturales
en la vigilia presidida por el obispo del lugar, se habrán quedado con un palmo
de narices. Y a lo mejor alguno de ellos ha descubierto que no ha pasado nada,
que el revestimiento de lino y los chupitos de leche con miel son prescindibles
y no aportan nada.
Pero me
he desviado, porque lo que quiero contar tiene que ver con los niños arrastrados
a los kikolarres nocturnos.
Este
año, insisto, es providencial, y los salmistas -nombre fisno para
referirse a quienes aporrean la guitarra y cantan kikirikantos, sean o no
salmos-no habrán podido convocar a los niños a los ensayos. Los demás años se reúne
a los niños y se selecciona a los que van a cantar en el kikolarre pascual.
Pues
bien, sucedió una vez que el chiquillo seleccionado para arrancar él solo la cantinela
de ¿Por qué esta noche es diferente…? -cantinela seguida de preguntitas
y respuestitas que son una ilícita interrupción de la Liturgia-, que no tendría
más de cinco años, dormía plácidamente embutido dentro de una sillita de paseo que le quedaba pequeña.
Llegó el momento estelar tan ansiado por los kikopadres en que su hijo se iba a
lucir ante toda la asamblea y, por descontado, lo despertaron porque tenía que cantar.
¡La que
se lio!
Al ser
despertado con un zarandeo, el niño se echó a llorar asustado y no se meó allí
mismo de casualidad. Y lloraba y lloraba y no había forma de tranquilizarlo ni,
por supuestísimo, de que cantase nada de nada.
Al
final, haciendo gala del desabrido talante característico de un respon kikil,
ordenaron a la madre que se llevase al berreante chiquillo fuera de la sala, y el
kikolarre se reanudó.
Así son
las cosas en Kikónides: los jolgorios mistikikos no son para las personas, sino
que las personas son en función de los kikolarres.
Recuerdo
otra ocasión en que, ya de madrugada, con el sol descollante sobre los árboles,
cuando el kikolarre había concluido y todos nos encaminábamos a los coches
-recuérdese que por mor de Dios el kikolarre tenía lugar fuera de Madrid y la
comilona posterior en algún otro rincón del extrarradio- escuché la discusión
entre un hijo y su madre.
El chico
tendría seis o siete años en ese entonces y era el único que parecía fresco
como una rosa.
–Nosotros
nos vamos a casa –decía la madre, seria.
–Pero
Candelita se va a comer cordero –argüía el chaval, que había pensado que sus
padres no tendrían inconveniente en que él viajase en el coche de su amiga Candelita
hasta el restaurante.
–Candelita
puede hacer lo que quiera, nosotros nos vamos a casa –insistía la madre perdiendo
los nervios.
En
condiciones normales era persona de recursos, pero estaba cansada tras el
kikolarre y falló a la hora de presentar una razón aceptable para un crío de
siete años, porque lo que no quería era que los hijos conociesen la verdadera razón
por la que ellos nunca se quedaban al cordero. La comunidad sí que la sabía,
se aseguraron de que la supiésemos para que llegase a los kikotistas, de modo
que no les echasen a los perros por saltarse una parte del kiko-rito.
El motivo
era que el padre tenía una enfermedad degenerativa y su organismo no podía
soportar tantas horas de paliza. Se sometía estoicamente al kikolarre anual, pero si
intentaba ir más allá, su enfermedad le pasaba factura en los días siguientes y no daba pie con bola en el trabajo que, lógicamente, era algo que no podía permitirse.
Los padres ocultaban celosamente a sus hijos las secuelas de la enfermedad, hacían lo posible para que los niños viesen a un padre normal, tan capaz como cualquier otro, para que no lo mirasen con lástima ni con desdén. Opinaban que los hijos necesitan una figura paterna robusta y segura en el sentido de que les dé la impresión de que lo sabe todo y puede con todo, por eso, cuando él tenía brotes, lo ocultaban ante los niños.
Los padres ocultaban celosamente a sus hijos las secuelas de la enfermedad, hacían lo posible para que los niños viesen a un padre normal, tan capaz como cualquier otro, para que no lo mirasen con lástima ni con desdén. Opinaban que los hijos necesitan una figura paterna robusta y segura en el sentido de que les dé la impresión de que lo sabe todo y puede con todo, por eso, cuando él tenía brotes, lo ocultaban ante los niños.
Pero a
Nachito se le había metido entre ceja y ceja que quería ir con Candelita, no
por el cordero, sino porque ella le había dicho que al final les daban un huevo
de chocolate a cada uno.
Para
Nachito, el resumen de la fiesta de las fiestas cristianas fue que se trataba
de un rollo muy largo y aburrido al que había que ir repeinado y con los
zapatos brillantes para que al final alguien le diese el huevo de chocolate que
se había ganado por aguantar el tostón. Y sus padres lo obligaban a prescindir de lo único que de
verdad tenía interés en todo el aburrimiento de aquella noche.
Eso es
lo que de verdad piensan los niños que son obligados a ir a los kikolarres.