Testimonio de autora anónima.
Yo soy tu dios el que te bendice |
A principios del mes de febrero dio comienzo lo que fue presentado como “catequesis de los neocatecumenales” en mi parroquia de XXX. Yo tenía cuarenta años, dos hijos adolescentes y era viuda desde hacía dos meses y una semana.
Asistí con mis hijos a esas charlas que tenían lugar dos veces a la semana, por la noche. Se hacía bastante tarde, pero me atrajeron los cantos y el acercamiento a la Palabra de Dios, que explicaban de forma animada. Tras concluir las charlas, siguió una primera “convivencia” en la que hubo unas ceremonias muy bonitas, pero lo que me llamó la atención fue que al final del tercer día, cuando había que pagar la estancia, se hizo circular entre los asistentes, que para la ocasión habíamos sido reunidos en oración, una bolsa negra en la que se nos animó a depositar “lo que cada uno pudiera, con generosidad, teniendo en cuenta que había hermanos que no podían pagar”.
En la primera vuelta no se recaudó la cantidad necesaria. Se hizo otra ronda, tras la cual, con palabras muy sentidas, nuestro catequista aseguró que había sucedido algo grandioso: ¡la suma no sólo alcanzaba, sino que sobraba! Su discurso adquirió un tono mágico, vino a decir que en medio de nosotros se había producido un portento, que de bolsillos en los que ya no quedaba nada había salido algo por pura generosidad. Sí, sí… Volveré sobre este episodio más tarde.
Tras esta convivencia nació la que se llamó "II comunidad de XXX", la primera existía desde hacía 3 o 4 años. Se nombraron cuatro responsables, no había matrimonios de los que tirar, por lo que una era yo (soy profesora), una colega mía y dos estudiantes universitarios. Desde el primer momento se impuso un ritmo exigente para quien tiene responsabilidades y ocupaciones previas. Nos reuníamos regularmente cada semana: una vez para preparar las lecturas relativas a la "palabra", una vez para la celebración de la liturgia de la palabra y una vez para la celebración eucarística el sábado por la noche.
Todo esto era extremadamente agotador porque terminábamos cerca de la medianoche o pasada esta. Más tarde me di cuenta de que la gente cansada es más fácil de impresionar y de manipular.
Además, como responsable tenía que participar en algunas convivencias solo para responsables que resultaban una carga para mí porque tenía que dejar solos a mis hijos y a mis suegros.
En ese tiempo, nuestro párroco sufrió un infarto y tuvo que dejar la parroquia a otro párroco, una persona buena y honesta, pero incapaz de parar los pies al itinerante, lo llamaré Juan, que había venido para lo que seguían llamando “catequizarnos”.
Pronto me gané la antipatía de la esposa de este Juan, una mujer fría y agria a quien nunca vi sonreír. Una de las veces que chocamos fue tras lo que llamaron “una catequesis”, en la que ella repitió varias veces «...quien no odia a su hermano, y fíjate que la palabra odio en el idioma griego es realmente odio, odio, no amar menos, ODIO... etc. etc., no es digno de Mí». Respondí a esta intervención proponiendo el Evangelio de San Juan y la primera carta, pero advertí su incapacidad para razonar y solo atraje su antipatía.
En una ocasión, durante lo que designan como día de convivencia, en la rueda de experiencias, una muchacha me acusó de falta de hospitalidad. Su argumento era que, habiendo puesto mi casa a disposición de la comunidad para el ágape de la noche de Pascua, debería haber permitido que armasen jaleo. ¡Y ninguno de mis hermanos mostró consideración hacia mis vecinos! Pero las cosas se complicaron todavía más.
La praxis neocatecumenal establece que a los dos años haya un "paso" a no sé qué. Era finales de enero, había mucho trabajo en la escuela y mi suegro, de 82 años, tenía un problema de garganta y estaba pendiente de ser operado, y yo era quien tenía que llevar cuidado de su tratamiento. Pues justo en esos días había que irse a otra localidad para el paso mágico que te lleva a no sé dónde. Opté por comunicar mi situación familiar a mis “catequistas” (así se hacían llamar) y les propuse asistir a la convivencia durante el día, pero que por la noche sentía el deber moral y ético de estar en casa. Su respuesta fue que tenía que exponérselo todo a Juan, que no era mi catequista, ni de nombre ni de hecho. Ahora sé que hay rangos entre los neocatecumenales que se tienen por “catequistas” y que salvo los itinerantes de la cúspide ningún otro tiene poder de decisión, su misión solo consiste en dar cuenta al itinerante jefe de cuántos son en la comunidad y cuántos de ellos no han ido al paso y por qué causas.
El caso es que conocí a Juan el 17 de enero, día de San Antonio que es festivo en nuestra diócesis. Me escuchó con aire de suficiencia y aseguró que si no dormía en el lugar de la convivencia el Señor no pasaría para mí, pero que era libre de ir y venir a mi antojo, de modo que me dio a entender que mi propuesta era válida para “hacer el paso” sin desatender a mis suegros.
En consecuencia, yo misma junto con otras tres personas fuimos y volvimos tanto el viernes como el sábado y el domingo.
El domingo se realizó la ceremonia -no litúrgica, sino mero postureo- del “paso”. Nos dijeron que teníamos que estar allí para las tres de la tarde. Llevamos flores para la mesa, un frasco de perfume "Opium" para perfumar el aceite y muchos dulces para el ágape con el que concluiría la ceremonia. Cuando llegamos ya estaba todo casi listo, había unas cincuenta personas sentadas en círculo alrededor del atril y de la mesa. Las flores que aportamos, las tiraron.
Nos sentamos también. Juan irrumpió en la habitación y llamó nuestra atención con gesto perentorio: «Tú, tú y tú, venid conmigo». Nos levantamos sin saber qué sucedía pero con la sensación de que no nos esperaba nada bueno, lo seguimos a una habitación pequeña donde nos esperaban el sacerdote que reemplazó a nuestro párroco y un presbítero itinerante. De forma grosera y falta de educación nos dijeron que no podíamos hacer el paso -que no se sabe adónde pasa- por no haber pernoctado en la casa de convivencia, que era la razón por la que “el señor no había pasado por nosotros”. Yo planté cara y dije que Dios no pasa por aquí, por allí ni por otros lugares, sino que pasa en la vida de las personas y apelé a su comprensión por mediación de San Juan Bosco, cuya fiesta era ese día. Juan respondió con desprecio «...y ¿quién es ese San Juan Bosco?», para dar a entender que él tenía más discernimiento que cualquier santo o que el mismo Dios se agachaba ante el criterio de un itinerante neocatecumenal. Nunca había presenciado una exhibición semejante de soberbia, desprecio y falta de amor al otro, que es Cristo.
Salimos de aquella asamblea humilldos y maltratados y transcurrió la semana de manera bastante traumática. El sábado por la tarde, nos reencontramos con los hermanos de la comunidad que habían hecho el famoso paso. El hermano a quien le tocaba la monición ambiental de la Eucaristía habló de la presencia del demonio dentro de la comunidad, de algunos que eran del demonio, y repitió el concepto varias veces y logró que nos sintiéramos señalados: “¿Soy yo, acaso”; “son los que no han hecho el paso”.
Pese a ello volvimos a participar otros sábados así como en algunas liturgias de la palabra. Durante una palabra el responsable que había mentado la presencia del demonio en la comunidad nos llamó aparte rogándonos que reuniéramos algo de dinero lo antes posible, porque estaba a punto de haber una convivencia de formación de una nueva comunidad y por eso, cito sus palabras: «Tenemos que hacer como siempre, es decir, tener a su disposición una suma generosa, para el caso de que al pasar la bolsa no salga el dinero suficiente en la primera ronda». Ahí comprendí que con nuestra comunidad se había actuado igual. ¡Otras personas pusieron el dinero que faltó! Siempre se habría podido argumentar que fue la Providencia, pero ¿por qué no decir a las claras de dónde procedía el dinero? ¿por qué engañar con una impresión de misterio y magia para impresionarnos?
Quise hablarlo con el presbítero del equipo responsable y me respondió que... no debo juzgar (¡¿?!). Dejé de ir a la comunidad.
Después de un tiempo una amiga me dijo que si quería volver a la comunidad podía ir y hacer ese famoso paso en el que tenía que revelar mi "Cruz" ante todos. Respondí que no. Un año después, se anunció el “shemá” a la gente de la comunidad en la que yo había estado durante tres años. Entonces pregunté si podía participar como "externa": me hubiera gustado pasar unos días en oración y recogimiento. La respuesta no fue una sorpresa: nadie tenía potestad para disponer si sí o si no, tenía que hablar con el itinerante jefe, Juan. Dije que no. Pero unos días antes de la festividad de San Antonio, el párroco -el sustituto de nuestro buen párroco enfermo- me llamó por orden de Juan, que quería hablar conmigo. Reiteré que no quería verlo, y el párroco me dijo que hiciera un gesto de obediencia... y yo, a regañadientes, acepté por la insistencia del sacerdote, fiada de su criterio. No repetí ese error.
Fui convocada en la parroquia XXX a las 20.30 horas del 17 de enero de 1989. Pensaba que era la única con quien quería hablar el equipo de itinerantes encabezado por Juan, pero había cinco personas más, tan sorprendidas como yo porque nos encontramos en una especie de tribunal penal, sin abogado y sin saber de qué cargos se nos acusaba. Nosotros seis estábamos sentados codo con codo, apoyados contra una pared, y frente a nosotros, los inquisidores: Juan, su esposa, una soltera cuarentona, el presbítero que lustraba el calzado de Juan y un neocatecumenal que había pasado muchos años en la India.
Comenzó el interrogatorio por los matrimonios, que dan más juego. Se les hacía preguntas que no tendríamos que haber escuchado los que no les conocíamos y ellos apenas atinaban a articular justificaciones lastimeras sin que el presbítero servil detuviese aquello, por lo que yo me sentía cada vez más consternada y desconcertada; nunca hubiera esperado tal cosa. Así que pedí que me dijeran de inmediato lo que tuviesen que decirme, porque no iba a seguir escuchando lo que no era de mi incumbencia y, si no tenían nada para mí, me iría ya.
Entonces, con gesto de autoridad ofendida, Juan me preguntó si había hecho el paso, le respondí que no y que seguramente el Señor habría decidido cuando era el momento. Se quedó callado. Me preguntó si quería algo y le dije que me gustaría ir (por mi cuenta) y unirme a la comunidad para orar en el shemá. Respondió que era absolutamente imposible a menos que primero hiciera el famoso paso. Argüí si por casualidad había algún pasaje del Evangelio en el que se prohibiera que cualquiera que quisiera se unirse a otros para orar. También dije que muchas veces y en todas partes el Papa repetía "¡Abrid las puertas a Cristo!", en el sentido de acoger a Jesús y a los hermanos y ayudarlos en las dificultades...
Juan me replicó: «¡Tienes que obedecer y ya, porque te guste o no, nosotros somos Dios!».
Postraos ante mí, porque soy vuestro dios |
Me quedé anonadada, nadie le hizo callar y Juan agregó «¡y si no el mismo Dios, somos sus ángeles!».
De nuevo nadie objetó nada. Yo esperaba una palabra del presbítero, de alguno de los presentes… ¡Nada!
Recogí mi bolso, me levanté y me fui para siempre.
Este testimonio me hizo recordar cuando nació la Komunidad en la que estuve. En la convivencia de nacimiento, que fue en un hotel porque no encontraron otro lugar, me nombraron responsable y también surgió la dichosa bolsa que pasaron hasta el cansancio y jamás se logró completar lo que se debía. Mis katekistas, así, sin más, me dijeron que como yo era el responsable de la komunidad, tendría que ir a la gerencia del hotel y arreglarme con ellos para el pago de la deuda faltante. Ni siquiera me acompañaron, me dejaron ahí, sólo, con toda la responsabilidad después de soltarme el clásico: "Fíate de Dios". La pena que pasé para pedir que nos permitieran pagar después, tuve que dejar garantías y firmar un documento, todo eso el en mi primer día de responsable, mientras mis katekista regresaban plácidamente a sus casas. No entiendo cómo en ese momento no ví de que iba el show. Abusan de tí desde el primer día.
ResponderEliminarEn efecto, abusan de la buena fe de los demás y lo hacen desde el primer día; por eso los que siguen dentro demuestran estar ciegos, pero que muy ciegos, no conocen la bondad y la misericordia de Dios.
EliminarPodría decir " tremendo el testimonio aquí expuesto", pero, sin embargo es tan habitual, tan cotidiano y tan oculto a los ojos de los que se hacen los ciegos y no quieren ver...
ResponderEliminarYa van para 30 años los que hace que conocí este Neo-invento y el pasar de los años ha transformado la incredulidad en certeza y el desprecio, por desgracia en odio.
Este fin de semana, 15 años después de que me echarán ( sí, del Kkamino también te echan, cuando eres excesivamente "molesto"), he coincidido con muchos de aquellos mis "amadísimos hermanos" y curiosamente he sentido nuevamente, el desprecio, el odio y el desdén hacia mi de muchos de aquellos, incluso la indiferencia maleducada de hacer como que era invisible, para ni siquiera saludarme, cuando saludaban a mi esposa kaminante a mi lado ( ella se ha dado cuenta y me ha observado silenciosa para luego comentarme si lo "había notado").
No me ha preocupado para nada, no me quita el sueño, pero sin embargo me ha servido para descubrir que aún había a pesar de los años algunos que se alegraron de verme ( y yo a ellos) y con los que hablando un poco se podía sentir su tristeza de verse atrapados sin ser capaces de salir de la secta que tan coercitivamente les atrapó y les quitó el discernimiento.
Lázaro.
Quienes tras tantos y tantos años de presunta catequización practican la acepción de personas (a este sí saludo, al otro, no; a este sí veo, el otro como si fuese invisible; a este me acerco, del otro me aparto...) demuestran seguir a un diosito mezquino y miserable.
EliminarÁnimo, Lázaro, Dios te sostenga.
¡Dios mío de mi vida! ¡Cómo es posible que esta gentuza de pseudo catequistas estén actuando en nombre de la Iglesia Católica! ¡Qué les pasa a nuestros pastores que no intervienen y paran este nefasto camino a ninguna parte!
ResponderEliminarEl misterio de la iniquidad ¿quién lo entiende? Lo único seguro es que el dueño de la mies deja que crezcan juntos el trigo y la cizaña y solo al final cada uno recibe el destino que le corresponde.
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