Falsos profetas

 

Una de las primeras cosas que me hizo replantearme la confianza que merecían los kikotistas -confianza que recibieron por aquello de que aseguraban venir de parte del Obispo y enviados por la Iglesia y hablar en nombre de Jesucristo- fue la pachorra y prepotencia con que aseguraban que para su elevado discernimiento no había secretos en la vida de los demás… De los demás, no la suya, pues sucedía que sus familias no eran ejemplo de nada, sino contraejemplo de su presunción, pues entre ellos había violentos, bebedores, adúlteros y toda esa retahíla que dicen que se cura magikikamente si crucificas la razón y les obedeces solo a ellos. 

Lo que demuestra que en ellos no se cumplía lo que decían. O que no obedecían a sus kikotistas.

Pero pese a que su vida no era la propia de un cristiano, como buenos kikotistas exigían obediencia porque sí a todos sus catecúmenos. Como es evidente con tales mimbres no podía elaborarse nada bueno.

En una ocasión, si no recuerdo mal con ocasión de la segunda vez que la comunidad fue sometida a los segundos escruticidios, a los kikotistas se les iluminó con toda claridad el futuro que le esperaba a una catecúmena que estaba inmersa en pleno proceso de divorcio.

Para que os hagáis una idea, el marido de esta mujer se fue con una amiga de ella, que tuvo que emplearse de asistenta -no tenía estudios- para sacar adelante a sus hijos. Firmaron la separación y, durante años, mientras ella trabajaba de casa en casa, la examiga se paseaba del brazo de su marido. Y tras años de humillación, él presentó una demanda de divorcio y ella se vio inmersa en una batalla legal que no deseaba, pero que no podía evitar.

Sentada en la silla de escruticios, tuvo que explicar primero a los lumbreras de los kikotistas, que aunque ella se opusiera al divorcio el fallo sería a favor de este, aunque solo fuera porque hacía bastantes años que él convivía con otra, con la que quería casarse -por lo civil, claro-.

¿Qué sentido tiene, en una situación así, oponerse al divorcio? Ni idea, habría que preguntarles a los del discernimiento superior.

Sucedió entonces que el kikotista mayor tuvo una premonición, una inspiración acerca del futuro de este matrimonio roto, y así se lo hizo saber a la escruticiada. Dado que la murmuración y el decir mal del prójimo es actividad a la que son muy proclives en el Camino, lo primero que explicó este kikotista ante toda la asamblea, fue que la examiga que se había llevado al marido de otra era obviamente, una pobre mujer, una buscona que solo trataba de asegurarse la vida con los bienes ajenos. Por tanto, era obvio que exprimiría al necio que se había ido con ella, le sacaría cuanto pudiera, hasta la sangre, lo exprimiría y después, cuando le hubiese quitado todo bien material, lo dejaría tirado. Se desharía de él como de un trapo sucio.

En ese momento, cuando él fuese echado a la calle como un perro, era obligación de la esposa legítima el recogerlo y volver a aceptarlo como marido, porque lo era. Y padre de sus hijos.

Eso era lo que sucedería. Eso era lo que diosito establecía.

Pero claro, para que el marido, que era un pobrecillo engañado por el demonio sin ninguna culpa, supiese a quien acudir cuando lo tirasen a la calle como a una colilla, era necesario que ella, la esposa legítima, le hiciese saber desde ya que lo había perdonado y que la puerta de su casa y la de su alcoba siempre estarían abiertas para él. Siempre, pues tal es la obligación de la esposa cristiana.

En consecuencia, la conminaba a llamar al marido díscolo y hacerle saber que ella lo seguía amando y que podía regresar a ella cuando gustase… o cuando no tuviese otro lugar en el que refugiarse. Por supuesto la catecúmena fue invitada a hacer ayuno, oración y limosna antes de proceder a la llamada, pero esta era imprescindible, es decir, no se trataba de que ella discerniese si tenía sentido tal llamada, sino que se trataba de un imperativo kikotil, tanto así que volverían a preguntarle para saber si había obedecido antes de decidir si podía hacer el rito de los segundos escruticidios.

La llamada se realizó. Ella se humilló y él estalló en carcajadas. Eso fue todo. El infiel y la examiga se casaron y años más tarde, cuando los hijos ya volaban solos, él recurrió de nuevo al juzgado para recuperar su parte del que fuera el domicilio familiar. Como la primera esposa no tenía bienes para comprarle su mitad, la casa se puso en venta.

En la actualidad el infiel y la examiga siguen juntos y disfrutan de la jubilación en una isla tropical. La esposa legítima sobrevive con la pensión de una empleada del hogar en el pisito diminuto que pudo comprar con su mitad de la vivienda familiar vendida.

No parece que la reconciliación profetizada vaya a producirse nunca.