Mamotretos varios

sábado, 6 de abril de 2024

El día que el mundo tembló (II)

 


Lo despertaron a patadas.

Era un procedimiento bastante efectivo para despertar a un hombre. No era la primera vez que lo experimentaba en sus carnes, y él mismo se lo había aplicado a otros en diversas ocasiones, en otro tiempo. O quizá en otra vida, cuando era un jefecillo con autoridad sobre otros.

¡Por el trono del Altísimo! Aún recordada los días en que se había creído alguien importante, alguien que sería decisivo para su pueblo. Su nombre sería recordado como uno de los valientes que expulsaron al invasor romano y restablecieron el reino de Judá. Yeshúa Bar’Abbá el Valeroso, eso había pensado de sí mismo alguna vez. Yeshúa Bar’Abbá el Idiota, eso es lo que era en realidad.

Se levantó tambaleante y giró el rostro hacia un lado, deslumbrado por las antorchas que habían traído los soldados romanos. Con eficacia brutal, otro de ellos atrapó sus muñecas con grilletes y ajustó las cadenas alrededor de sus brazos y cuello. A Yeshúa le pareció una precaución innecesaria. Había perdido la cuenta de cuantos días llevaba encerrado en la fortaleza Antonia, pero habían sido suficientes para debilitarlo. La comida era escasa y nauseabunda, como si la condimentaran con meados, y la humedad y el frío que se filtraba por las paredes de piedra, además de las rondas de los soldados y los gemidos o gritos ocasionales de los demás presos aseguraban que el sueño fuera superficial y poco reparador.

El preso de la celda frente a la suya era un pobre demente al que habían encerrado por morder a la gente en el mercado. Se mostraba apático casi todo el tiempo, pero cuando tenía un ataque de furia irracional se daba golpes y gritaba como si lo quemasen, a cualquier hora del día o de la noche.

Los hombros de Yeshúa se hundieron bajo el peso de las cadenas, del cansancio y del temor. Acababa de cumplir treinta años, pero las ojeras, la barba descuidada y la piel quemada por el sol lo hacían parecer mayor. Los soldados lo arrastraron fuera de la celda.

Se esforzó por mantener el ritmo a pesar de la cojera y el dolor. Se había torcido el tobillo en la última algarada. Posiblemente lo habrían atrapado de todas formas, pero el dolor y el no poder correr se lo puso aún más fácil a los romanos. Los soldados que lo custodiaban hablaban entre ellos con despreocupación. Quizá no sabían que los entendía o quizá no les importase que supiese lo que decían. Hacían apuestas acerca de cuál de los dos Yeshúa sería el indultado.

Bar’Abbá vaciló y perdió el paso. «¡Indulto!».

De inmediato, uno de los soldados tiró de las cadenas. Si su intención era equilibrarlo, consiguió justo lo contrario y Yeshúa cayó contra otro de los soldados que lo rechazó con el brazo. Por uno momento, mientras oscilaba de un lado a otro, pugnando por no caer, se rieron de él. No le importó. «Indulto». No podía ser para él. Dirigió una estúpida algarada que no sirvió para nada. Hubo un muerto. Era absurdo hacerse ilusiones de ser indultado. Y, sin embargo, su mente se negaba a soltar esa palabra, ese concepto, que botaba de un lado a otro dentro de su cerebro, como un eco. «Indulto», iba a haber un indultado.

La luz lo cegó de nuevo al salir del edificio, y el aire le trajo el rumor de mucha gente reunida. Se dejó conducir mientras parpadeaba repetidamente, incapaz de ver donde estaba.

–Párate –dijo el soldado de su derecha en un pésimo arameo.

Obedeció y alzó la cabeza…

…A su lado había un hombre ensangrentado y molido a palos. Era alto y estaba en pie, inmóvil y cubierto de cadenas. Tenía un ojo medio cerrado por un golpe, el pelo apelmazado de sangre bajo una especie de guirnalda macabra, los labios hinchados y la barba manchada con más sangre. Y lo miraba a los ojos.

«Él morirá por ti, Yeshúa Bar’Abbá», pensó o escuchó dentro de su mente, si es que tal cosa fuera posible.

–No, ahí no. Poned a este al otro lado –dijo una voz en latín.

Los soldados empujaron a Bar’Abbá sin contemplaciones. Trastabilló y cojeó hasta que lo hicieron parar de nuevo, pero no apartó la vista del hombre ensangrentado que también lo seguía con la mirada. No lo había visto nunca, estaba seguro, pero en la mirada del desconocido no había rechazo ni asco ni desdén, y tampoco había miedo ni desconcierto ni duda. Yeshúa Bar’Abbá se estremeció de pies a cabeza. Lo miraba como a un amigo, como a un hermano.

–¿A quién queréis que os suelte: a Yeshúa Bar’Abbá, o a Yeshúa, llamado el Mesías? –resonó una voz en un arameo casi correcto.

El sonido le hizo dar un bote, volver al presente y mirar a su alrededor. Se le abrió la boca de la impresión. Ante él, separados tan solo por unos cuantos escalones y una hilera de soldados armados al pie de estos, se congregaba una muchedumbre de judíos. En el centro de la muchedumbre, protegidos por sus propios guardias y rodeados por la habitual patulea de aduladores y servidores, unos cuantos hombres lucían hermosos ropajes sacerdotales. En lo alto de los escalones, en el centro, sentado sobre un sitial, el gobernador romano también mostraba sus mejores galas. En el extremo derecho, sobre los escalones, el hombre ensangrentado se mantenía en pie a duras penas. En el extremo izquierdo, Yeshúa Bar’Abbá empalideció y se echó a temblar cuando un mar de manos se alzó para apuntarlo a él y la muchedumbre gritó su nombre.

«No. No puede ser. Esto es un error».

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