Mamotretos varios

martes, 2 de abril de 2024

Catorce de Nisán

En la octava de Pascua no tengo ganas de kikadas, prefiero publicar un midrash cristiano sobre el Viernes Santo:

 


«El aire olía a primavera y el viento arrastraba flores de cerezo por las calles estrechas y empolvadas.

Después de tanto tiempo encerrado en una celda en penumbra, la mera sensación de la caricia del sol sobre la piel y del soplo del viento en sus cabellos apelmazados maravillaba a Bar Abbá, que se detuvo un momento, en un rincón, con el rostro alzado y los ojos cerrados, para disfrutar del calor del sol. Había estado convencido de que no volvería a ser libre nunca, es decir, no en este mundo.

Aprovechó el alto para ajustarse el torpe vendaje sobre el tobillo lastimado. El dolor le obligaba a avanzar a la pata coja, apoyado en los muros de las casas. Le habría venido bien disponer de un bastón, pero no tenía ninguno. Se puso en marcha de nuevo, antes de que el ruido de los curiosos que seguían a los romanos que conducían a los condenados se perdiese. De cualquier manera sabía dónde iba la comitiva, al Gólgota.

Sacudió la cabeza en un gesto de censura. Era catorce del mes de Nisán, ¡Catorce de Nisán! Y al día siguiente era el gran Sábado. ¿En qué pensaban los sumos sacerdotes para exigir condenas de muerte en tales fechas? Era un error, era un gravísimo error, lo sabía de alguna forma. Pero no podía hacer nada, solo ir allí y mirar, como todos los que le habían adelantado por el camino.

Cuando alcanzó la colina del Gólgota, Yesua Bar Yosef ya estaba crucificado. Bar Abbá se estremeció de pies a cabeza al contemplar el cuerpo cubierto de heridas y hematomas, lo habían maltratado a conciencia, peor que a una alfombra; el estremecimiento fue tan fuerte que casi se cayó al suelo. Tuvo que buscar una piedra para apoyarse. Trató de serenarse mientras se apartaba el sudor de la frente.

Sopló una ráfaga de aire frío. Las nubes se espesaron. El sol que lo había acompañado durante el camino se ocultó tras el inmenso manto de nubes grises. Un ocaso a destiempo y fuera de lugar se extendió sobre el monte.

—A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido —resonó una voz bien modulada, la voz de alguien que quiere ser escuchado por todos los presentes.

Bar Abbá alzó la mirada y buscó a quién había hablado. Recordaba haberlo visto en la explanada ante la torre Antonia, estaba con los que habían pedido a Pilato que lo liberase a él… y que mandase crucificar a Yesua Bar Yosef. Era un magistrado, vestía ropajes elegantes de magistrado, pero hacía muecas como un lelo. O como un diablo.

Con sobresalto, Bar Abbá advirtió la presencia de abundantes sombras en torno al grupito de magistrados, las había subidas a las espaldas de los hombres y también colgadas de sus barbas y aferradas a sus ropajes. Bar Abbá se apretó y restregó los ojos con los puños sucios, pero las sombras no habían desaparecido cuando volvió a abrirlos.

Las nubes se cernían sobre el monte, el día se oscurecía, pero la neblina no era tan espesa que no pudiese distinguir lo que veía. Las sombras tenían patas cortas, brazos flacos, alas de murciélago, rabo largo, cuernos, hocico y una bocaza con muchos muchos dientes. No eran enteramente sólidas, pero tampoco eran brumas que adoptasen formas caprichosas. Se agitaban y gesticulaban, pero su forma demoniaca no cambiaba. Estaban muy satisfechos, se reían con un chirrido agudo y desagradable, se frotaban las manos y bailaban alrededor de los magistrados y, aunque estos no parecían verlos, Bar Abbá tuvo la intuición de que las chanzas que hacían a costa del crucificado eran sugerencias de los diablos.

«He soñado que me liberaban, pero estoy muerto y esto es el infierno», pensó.

Escuchó una risotada desagradable.

—Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo.

El que hablaba en esta ocasión era un soldado romano. Junto a una de las cruces, otro de ellos alzaba un palo con una esponja empapada en vinagre. Y los diablos campaban risueños entre los soldados, se columpiaban colgados de sus lanzas, les susurraban insultos, hacían signos burlones y gestos obscenos.

Bar Abbá reconoció a los dos ladrones crucificados a ambos lados de Yesua. El de su derecha era un tipo listo, ocurrente, ingenioso… No le sorprendió verlo en el martirio, se había buscado unos cuantos enemigos por el hecho de ascender por delante de ellos en el peligroso escalafón de los ladrones. El otro, en cambio, era un buen secuaz, sin pretensiones de descollar ni de llegar a jefecillo de ladrones. La cruz los igualaba a los dos.

Algunas sombras demoniacas estaban posadas en las cruces de los ladrones. En la de Yesua no, aunque una legión de diablos chirriantes la sobrevolaba como una bandada de buitres y cuervos ansiosos de darse un festín.

Uno de los ladrones, el secuaz eficaz, insultaba a Yesua con denuedo. Era evidente que le costaba respirar y que gritar cada insulto le suponía un notable esfuerzo, pero insistía como si le fuese la vida en ello.

—¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros.

Los demonios posados en el palo de su cruz chirriaban y reían hasta perder el equilibrio. Había uno que susurraba a la oreja del ladrón insultos de lo más procaces e imaginativos.

El otro condenado se impulsó sobre las piernas, aspiró con ruido, miró más allá de Yesua, hacia su compañero… y escupió con ganas. El lapo cayó al suelo, inofensivo e inútil en apariencia, pero antes atravesó a un diablo al que provocó un agujero humeante. El demonio se apartó de él entre aullidos de dolor y amenazas de venganza.

—¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condena? Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el justo pago de lo que hicimos; en cambio, éste no ha hecho nada malo —jadeó con voz ronca y desesperada, para añadir a continuación—: Yesua, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino.

Apartado de todos, Bar Abbá torció la boca ante lo absurdo de hacer tal petición a un hombre derrotado y moribundo. Pero el fracasado giró la cabeza para mirar a los ojos al ladrón.

—En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso.

En ese instante, el diablo lastimado regresaba con seis amigos, todos con expresión hambrienta. La bruma tenebrosa se agitó, una mota de luz surgió de la nada ante el ladrón arrepentido y creció para descubrir a un ser luminoso, con vestiduras blancas y alas esplendorosas, armado con una lanza que parecía incandescente. Su aparición provocó la desbandada de los demonios, ninguno se atrevía a acercarse. El ser de luz voló alrededor de la cruz del ladrón, defendiendo a su ocupante, y fue como si con sus alas forjase un perímetro de aire limpio que los diablos no podían cruzar sin que su sustancia, hecha de detritus y pestilencia, se descompusiese.

Entonces Bar Abbá advirtió que había otro espacio al que los demonios no se atrevían a acercarse.

Cerca de la cruz de Yesua, una mujer envuelta en un manto oscuro lloraba en silencio, sin gemido y sin aspavientos. La sostenía con afecto un muchacho alto pero que apenas lucía el bozo de un bigote incipiente. De vez en cuando, el muchacho se daba refregones con el puño para arrancar las lágrimas que trataban de escurrirse por sus mejillas. La mujer callada no parecía consciente del chico a su lado, solo tenía ojos para el crucificado. Y de ella, o de sus lágrimas, brotaba el más delicioso olor a rosas blancas que se pudiera desear. Bar Abbá no tenía ni idea de cómo sabía el color de un olor, pero sabía que olía a rosas blancas.

Junto a ellos dos había ángeles. Eran hermosos, deslumbrantes, magníficos ángeles que mantenían apartados a las legiones de demonios, cada vez más y más de ellas, que acudían atraídas por la derrota final del Hijo del hombre.

En contraste con la luz emanada de la mujer y de sus defensores alados, Bar Abbá se dio cuenta de que la oscuridad tenebrosa que lo rodeaba a él era tanto o más densa que la oscuridad en torno a los magistrados gesticulantes y a los soldados burlones. Temeroso de lo que podría ver, se revolvió a la pata coja, como un poseso, hasta localizarlo.

Un demonio grande, repulsivo, pestilente, con una bocaza llena de dientes carcomidos y negros se reía de él a carcajadas. Lo peor era el parecido que advertía en ese diablo: tenía sus mismos ojos, sus mismas cejas, su mismo pelo rizado.

—Eres mío, eres de mi propiedad —dijo el bicho, con un siseo de áspid venenosa.

Estremecido de repugnancia y espanto, Bar Abbá extendió la mano ante él para apuntar al diablo, a su diablo, con un dedo tembloroso.

—Renuncio a ti, Satanás. Renuncio, renuncio, re…

Su voz surgió como un croado estrangulado, aunque en su cabeza las palabras eran claras y firmes. Y verdaderas.

El demonio se alzó y se lanzó contra él, su boca imposiblemente grande, su olor más nauseabundo que antes. Bar Abbá cerró los ojos, convencido de que iba a ser devorado por su atrevimiento.

Una luz potente brilló a través de sus párpados apretados, una brisa fresca se llevó la fetidez putrefacta, una mano amiga apretó por un momento su hombro.

—Ánimo. No tiene más poder sobre ti que el que tú le des.

Tembloroso como un junco, Bar Abbá vio a su lado la silueta traslúcida de un ángel en el que también reconoció sus propias facciones, pese a poseer una hermosura que Bar Abbá no había tenido ni en sus mejores días de juventud.

Mientras trataba de entender qué sucedía, el crucificado volvió a hablar. Se dirigía a la mujer, o eso le pareció, la legión demoniaca por encima de las cruces oscurecía el cielo y el griterío era espantoso.

Con un último grito, la cabeza del crucificado cayó sobre su pecho.

Estaba muerto.

Bar Abbá lo supo porque en el mismo instante los demonios enmudecieron y los ángeles se arrodillaron, bajaron la cabeza y se difuminaron hasta desaparecer.

Entonces se desataron los vientos. El suelo tembló, la tierra gimió y crujió, los vientos zarandeaban la ropa de los presentes, muchos gorros se perdieron, las filacterias escapaban de las frentes sesudas y golpeaban a sus propietarios e incluso algún bastón salió volando, hubo gritos y carreras, las nubes se arremolinaban en un cielo oscuro y amenazante, el suelo tembló de nuevo, se abrieron zanjas, se hundieron piedras, se alzaron terrones de tierra, muchos individuos cayeron, algunos rodaron por la pendiente del terreno, algunos fueron pisoteados. Los heridos sollozaban y la tierra atronaba como si la matasen.

El centurión, que sabía hacer su trabajo, trataba de organizar a su tropa con juramentos e improperios. Los ladrones crucificados gemían. La mujer y su joven acompañante, arrodillados, eran los únicos que permanecían serenos, sin que el caos desatado los alcanzase.

En cambio, a los demonios sí les afectaba. Como si fuese un desagüe, eran arrastrados en torbellino hasta los pies de la cruz del muerto Yesua, donde eran tragados y desaparecían bajo tierra. El profeta fracasado los arrastraba con él al infierno. De bruces en el suelo, Bar Abbá los veía desaparecer entre aullidos de pavor, hasta que no quedó ninguno y se hizo el silencio. Un silencio nuevo, diferente, el silencio de una ausencia.

No sabía cuánto tiempo había transcurrido, pero la tierra ya no temblaba, aunque el cielo seguía oscuro. Para entonces la mayor parte de los curiosos había huido, solo quedaban algunas mujeres, los atemorizados soldados romanos aferrados a sus lanzas, el jovencito y ella, la mujer inquebrantable. De forma inesperada, un principio de respeto ocupó el lugar del odio que hasta entonces había sentido por los romanos. Eran invasores en una tierra cuyas tradiciones y costumbres no entendían, eran politeístas, rudos y viciosos, pero también eran valientes y disciplinados.

Bar Abbá luchó por levantarse del suelo. Con su pie dañado no era tarea fácil. Se había resbalado ya dos veces cuando de improviso una mano se le ofreció, y al levantar la vista, sorprendido, se encontró con ella.

No, no era ella, era Ella, con mayúscula y subrayado.

Bar Abbá no había llorado desde los nueve años. Pero en un instante, en ese instante, supo que su vida empezaba de nuevo, que volvía a nacer, no de la carne ni de la sangre, sino del espíritu. Y, como todo recién nacido, lloró».

 

1 comentario:

  1. Hermoso relato de las últimas horas de Nuestro Señor Jesucristo. Gracias, Gloria.

    ResponderEliminar

Antes de comentar, recuerda que tú eres el último y el peor de todos, y que el otro es Cristo.