Si eres Hijo de Dios...

 

Hay un paso del camino que no lleva a ninguna parte en el que los loros dedican todo un fin de semana, monserga sobre monserga, una y otra vez, a hacer ver a los sufrientes y sufridos neocatecúmenos que ninguno de ellos es hijo de Dios, peor todavía, se trata de hacerles asimilar que son hijos de padre conocido, pero que ese padre es Satanás.

Y el argumento primordial de todo el tostón del paso consiste en concienciar al auditorio de que todos y cada uno de ellos hacen las obras de su padre y puesto que para entonces ya todos tienen claro que son incapaces de obrar el bien, que siempre es el mal lo que practican y que son los últimos y los pedores de todos, la conclusión es obvia: su padre es el demonio.

Es posible que siempre haya alguno, más cazurro o quizá mucho más sensato que los demás, que se niega a reconocer semejante paternidad. No pasa nada, a ese tal, delante de toda la asamblea, se le conmina a que mueva una montañita y la plante en el mar, por ejemplo. ¿Cómo? ¿Que no es posible mover una montañita de nada? Claro, porque los hijos del demonio, aunque sean unos listillos, no pueden hacer las obras de los hijos de Dios.

Asunto zanjado: ha quedado demostrado empíricamente que todos los presentes son hijos de su padre el demonio.

Resulta revelador el Evangelio del primer domingo de Cuaresma en el que el demonio dice a Jesús:

    «Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes».

Venga, demuestra tu filiación. ¿En serio te crees hijo de Dios? Demuéstralo, haz algo inequívoco, algo que te apetece -porque tienes hambre y por aquí no hay nada para comer-, y haz que estas piedras inútiles y carentes de valor se conviertan en alimento. Podrías acabar con el hambre en el mundo… si fueses de verdad hijo de Dios.

Inexplicablemente, Jesús rehúsa hacer algo objetivamente bueno para él y para todos, algo que podría traer prosperidad al mundo entero. Pero el demonio no se da por vencido:

«El diablo lo lleva a la Ciudad Santa, lo pone en el alero del templo y le dice:
—Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: Encargará a los ángeles que cuiden de ti y te sostendrán en sus manos para que tu pie no tropiece con las piedras».

¿Quién se va a creer que tú eres hijo de Dios solo porque tú lo digas? Aquí hay que dar hechos concretos. Venga, mueve la montaña y lánzala al mar, o mejor todavía, tírate tú desde el alero del templo, deja que todos vean que los mismos ángeles del Todopoderoso te sirven. Eso los convencerá, eso despertará su fe, y tú ya sabes que la fe es necesaria e imprescindible para la salvación, así que si quieres salvar a todos estos, revélate a ellos… si es que eres hijo de Dios, claro.

El demonio tiene razón. Su propuesta es buena para todos, para que Jesús sea reconocido y para que los demás adquieran fe…
Eso mismo hacen los kikotistas en ese paso en el que explican con paciencia que la filiación divina hay que demostrarla con hechos. Por eso exigen de cada neocatecúmeno que dé cuenta, ante toda la asamblea, de los hechos concretos de su vida, a semejanza de lo que hizo Satanás con Jesús.

El Evangelio del segundo domingo de Cuaresma trae la respuesta a la duda insidiosa de Satanás.

Antes de eso, Jesús ha hablado seriamente con sus discípulos, les ha explicado cual es el destino que espera al Mesías. No lo han entendido, no pueden aceptarlo. Pedro, en un arranque, se lleva a Jesús aparte para convencerle de que se deje de historias truculentas con las que solo asusta y preocupa a sus seguidores. Jesús le increpa con dureza:

¡Apártate de mí!

«¡Apártate de mí, Satanás! ¡Escándalo eres para mí, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres!»

Jesús reconoce en la lógica y las razones de Pedro la misma lógica y los mismos razonamientos que empleó Satanás en su afán por apartarlo del camino que quería el Padre.

Seis días después de esto, Jesús despierta a Santiago, a su hermano Juan y a Pedro y se los lleva a lo alto del monte Tabor, donde ellos son los únicos testigos de la Transfiguración.

En realidad no hacía falta que se tirase desde el alero del templo, habría sido suficiente plantarse en mitad de alguna plaza o en el atrio del templo y transfigurarse ante todo el pueblo, ¿no? Pero lo hace en la cima de un monte, donde solo tres hombres desconcertados lo presencian.

Y entonces una nube luminosa los cubrió con su sombra y de la nube salía una voz que decía:

«Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle».

La insidiosa duda de Satanás ha sido contestada.

Del mismo modo, también son insidiosas y perversas las palabras de los kikotistas -que solo son loros de repetición- cuando niegan la filiación divina de todos los seres humanos a menos que ellos, tras escarbar en el fuero interno de otros y escuchar y apuntar en sus cuadernos hechos concretos, decreten otra cosa. 

Y Dios responderá por sus hijos.