Lo que pasa en la convivencia de mes del Camino Neocatecumenal

Cuando yo aún iba a las llamadas convivencias de mes -que son sesiones de un día entero, el domingo, en el que abandonas a la familia para juntarte con la comunidad en una sala a puerta cerrada, distribuidos en círculo para ver las caras de todos, donde se puede escuchar cualquier cosa, casi siempre mala, pocas veces buena-, pues en aquella época en la que aún me podía la afectividad, tan denostada en el CNC, y por no dejar sin coche y sin choferesa a unas cuantas neo-hermanas yo me fastidiaba e iba a la pesadísima convivencia de mes, me enteré de las broncas, disputas, pendencias y malos rollos de todos los matrimonios de la comunidad.

En una ocasión los matrimonios folloneros decidieron llamar la atención al único matrimonio –en esa época debían llevar como mucho un par de años casados- que no se sacaba los ojos en el idílico marco de la dominical convivencia de mes -¡toma forma de dar sentido al día del Señor!-. Lo hicieron porque “había que ponerles en la verdad”, en lugar de consentir que siguieran con el paripé de hacer creer a la comunidad que todo era dulce paz y alegre armonía en su convivencia diaria.

Porque ellos, los amonestadores, con el dizque discernimiento que da la ingesta de kikotina, tenían iluminado que la convivencia conyugal no puede ser sino con gritos, con broncas, con malos gestos, con puñaladas traperas por la espalda…, en fin, lo normal en cualquier amorosa pareja caminante.

Lo sabían sin posibilidad de equivocación no sólo por experiencia propia y no sólo por lo que se escuchaba y se veía en cada ronda de experiencias del mes, sino también porque conocían la experiencia de los kikotistas.

Porque en mi comunidad había varias neo-hermanas que procedían de la comunidad de nuestros kikotistas, hasta que por razón de matrimonio habían vuelto a empezar el caminito a ninguna parte. Y alguna de estas neo-hermanas no se cortaba a la hora de contar hechos concretos sobre la vivencia conyugal de los kikotistas. Así nos iluminaban a los demás, los novatos, para qué estaba la ronda de experiencias, es decir, qué tipo de experiencias eran las que dotaban de contenido y "valor kikil" a ese rollazo.

Por ejemplo, por una de ellas supimos que la primera vez que nuestros recien casados kikotistas -entonces aún no tenían el encargo de kikotizar a nadie- se tiraron los trastos a la cabeza fue en plena luna de miel, que sin haber concluido la luna de miel salían a la calle cada uno por una acera, para no ir juntos. Acabó la que para ellos fue luna de hiel y se entregaron a la comunidad en busca de consuelo… Y en la comunidad encontraron un placebo para lo que me permito tildar de actitud profundamente inmadura. Es un matrimonio que no se sostiene en Cristo ni en la Iglesia, sino que ha encontrado un grupo donde todos sacan sus trapos sucios a lavar entre todos, y el que más sucios lleva los trapos es el que más destaca y al que eligen como kikotista de otros. Y a este matrimonio a trapos sucios hay pocos que les ganen. Por eso son kikotistas.

Y por eso las comunidades que ellos llevan saben que un matrimonio que no use las llamadas convivencias de mes para escupirse a la cara todos los reproches acumulados, necesita “ser puesto en la verdad”, que es la forma kikótica de ayudar a ese matrimonio para que supere el muermo de no contar nunca nada escabroso y se instale en el interesantísimo mundo de las vivisecciones de lo que pertenece a la intimidad matrimonial.

Sólo que en esta ocasión, los feroces fiscales matrimonialistas toparon con la entereza de la esposa de este joven matrimonio, que explicó que tanto ella como su marido detestaban las discusiones, motivo por el que cuando surgía algún desacuerdo entre ellos ambos preferían aparcar el tema hasta que hubiese ocasión de tratarlo fríamente, nunca en pleno calentón. Que gracias a ello no tenían discusiones feroces que contar a la comunidad y que no iban a inventárselas para dar gusto a nadie. 

Aquello suscitó abundantes críticas. Los matrimonios que sí tenían discusiones feroces y las llevaban a las convivencias para contarlas bien contadas, les acusaron de que con esa actitud tal educada, tal civilizada, tan de personas adultas que se respetan mutuamente, dejaban en mal lugar a los demás matrimonios que se las guardaban al cónyuge para descubrir ante la comunidad lo que concernía sólo al matrimonio.

Fue subrealista. 

Ese día decidí que no volvería a perder horas de mi vida en una convivencia de mes.